miércoles, 6 de enero de 2016

Capítulo 3: Las Cumbres de Cristal (Trent)

Deslumbrando desde el pico más alto de las frías Cumbres de Cristal, se encontraba la antecámara del Consejo del Rey. De altas paredes blancas y grandes ventanas, a juego con el resto de edificios que constituían las tranquilas Cumbres, el Consejo fue el primer y último edificio construido por el Rey Zafor antes de su última gran idea: tirarse al vacío por lo que, supongo, fue su arrepentimiento, una fría noche hace cinco años. Esa era una larga historia. Una larga y triste historia de la que aún no sabía qué pensar. Zaf era mi hermano, si bien nunca tuvo tiempo de comportarse como tal. Destinado a ser el monarca desde su nacimiento, sabía Cidén, Niarik -la antigua lengua que unía a todos los territorios antes de la guerra- y, nuestra hermosa lengua, el Diam. Era el mejor guerrero: pacifista, inteligente y astuto, te podía hablar de política, como de ciencias, historia y literatura, y con un sentido de la patria y de la justicia que lo llevó directamente a la muerte. Él fue el salvador de mi padre. O el asesino, dirían otros. Yo me inclinaba más por lo primero. Digamos, simplemente, que se volvió loco. Se le fue la pinza. Se le fue la olla. Se le perdió un tornillo. Da igual. Él dejó de ser él. Para cuando quisimos aceptarlo, ya había condenado y asesinado a varios inocentes, había mandado a nuestra madre al exilio y estaba al borde de romper el Acuerdo Puro. Zaf, en un arrebato de valentía, empujó a padre por el precipicio. El mismo en el que la semana siguiente se encontró su cuerpo sin vida. Mi madre volvió cuando se enteró, pero se negó a aceptar el cargo de monarca. Por esa razón, me vi forzado yo, Trent, a mis 17 años, a olvidar lo ocurrido y llevar adelante a un reino que no sabía ni mi nombre. Y por esa razón, me encontraba, cinco años más tarde, liderando la mesa del Consejo del Rey.
-En dos semanas, se llevará a cabo la elección del Consejo -dijo Matae, una de las mujeres-. Hay que notificar al pueblo y proponer a los nuevos diez candidatos.
Los miembros del Consejo se cambiaban cada tres solsticios de invierno. Se elegían entre todos los ciudadanos de las Cumbres y siempre eran cinco hombres y cinco mujeres. Las votaciones eran algo muy serio en las Cumbres de Cristal. Todo se votaba, todo se hablaba, todo se criticaba antes de hacerlo. ¡Bienvenidos a las Cumbres de Cristal, el reino más democrático (y con mayor población de gatos) de nuestro planeta! Esto siempre nos hizo bastante lentos en la batalla. Gracias a la Luna que nosotros éramos los diplomáticos, porque si no, hubiésemos caído los primeros.
-Todo está controlado en ese aspecto -respondió Rubí, mi madre, con su dulce voz desde el fondo de la mesa. 
-¡Y en una semana será luna llena! -ladró uno de los hombres más jóvenes del consejo-. ¿Sabéis lo que eso significa? ¡El País del Papel nos traerá sus regalos! ¿Qué nuevas armas y tecnologías serán esta vez? ¿Dónde las pondremos? ¿Quedarán bien en el Archivo? ¿O mejor en el salón? -él siguió hablando consigo mismo, pero ya nadie lo escuchaba.
-Yo mismo iré a recibirlos. Nunca está de más una buena charla para reforzar nuestra relación con el País del Papel -y así me alejaba un poco del salón de trono y su locura.
La reunión terminó como siempre, sin incidentes, sin novedades. Cada martes lo mismo. Y cada martes una excusa diferente para escaparme de las charlas profundas de mi madre y sus miradas de melancolía tras la reunión. Yo la adoraba, era lo último que me quedaba, pero tenía demasiada presión y trabajo, como para poder pensar en mis traumas de infancia. Necesitaba pensar, solo. Así que pasé por mi casa, saludé a mi ayudante, Rukar, que allí esperaba para seguir informándome, recogí a mi pequeño gato negro, una de mis novelas de trepidantes aventuras y grandes héroes que siempre salvan el día y salí a pasear.
Las Cumbres de Cristal no eran muy grandes en cuestión de población. La gente aquí no destacaba si no por ser pacíficos, democráticos y sensatos. Las personas se ayudaban mutuamente y se respetaban; rara vez había bronca. Y si la había, tampoco es que hubiese un sitio para escapar. El reino se constituía de una capital a la que simplemente llamábamos Las Cumbres, y muchos pueblos pequeñitos, pero muy muy bien comunicados. Aquí las noticias volaban en segundos del este al oeste. En realidad, Las Cumbres de Cristal eran un territorio grande, pero la mayoría estaba ocupado por imponentes y brillantes rocas, minas (que era la mayor fuente de trabajo) y enormes y anchas subidas y bajadas llenas de nada. Bueno, de vez en cuando, te podías encontrar unas flores que solo se podían admirar aquí, las Crystallum Nequiquam, o Cristales Vanidosos; aunque la gente de aquí las llama Nomemires. Eran unas flores pequeñas, pero fuertes y relucientes. Existían de todos los colores, colores inimaginablemente hermosos. Pero  no se podían arrancar y quien lo intentaba, corría el riesgo de cortarse e infectarse, y que, como mínimo, se le cayera la mano. Digamos que no tenían muy mala fama. 
Me senté en una roca enfrente de una Nomemires vestida a juego con la puesta de sol. Con Calime calentándome el regazo, leí hasta que no me quedó más realidad a la que volver.


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