miércoles, 20 de enero de 2016

Capítulo 5: Los preparativos (Evan)

Salí de la reunión intentando recobrar el aliento debido a la cantidad de golpes en la espalda que había recibido. Seguía en shock por la “magnífica” noticia (según la calificaba mi padre). Los draacars aún no sabían cómo iban a introducirme dentro del País del Papel así que convocaron una reunión cada mañana hasta que a alguien se le ocurriese una idea de cómo hacerlo.
Ya de entrada, estaba claro que cualquier idea que saliese de la cabeza de algún habitante del Reino de la Fragua no iba a ser discreta, así que tuve que recurrir a la única persona sensata que conocía: Trent.
Una vez hube terminado mi comida, conseguí escaparme de mi casa (y de las preguntas bomba de mis tres hermanas y mis dos hermanos pequeños) diciendo que iba a dar un paseo para despejarme, lo cual no fue del todo mentira.
Mi casa, al ser propiedad de una de las familias importantes, era de las que más cerca estaba del pie de Kara y la única manera de llegar a las Cumbres de Cristal era atravesar toda la capital, algo que no me convenía para nada. Por suerte, y gracias a todos mis años explorando los alrededores, sabía de un sendero que acababa justo enfrente de las Cumbres por el cual evitaba tener que cruzar la ciudad. Lo único malo era que el camino era mucho más largo pero, a decir verdad, ese día me vino de maravilla un largo paseo.
El sendero era, en su mayor parte, arena rojiza con piedras desparramadas por doquier y algún que otro árbol mustio o deshojado a causa del calor propio del Reino.
Llegué a las Cumbres y mi cuerpo se vio invadido por el esperado frío que siempre rondaba alrededor del Reino de Cristal. Cuando una ráfaga de viento me golpeó la cara, me di cuenta de que no sabía cómo contactar con mi amigo así que, de un salto, me senté en una gran roca y esperé.
Según él me contó, tenía que hacer guardias todos los días y siempre pasaba por Karasta cuando el sol empezaba a ocultarse, por lo que mi esperanza de poder hablar con él siguió despierta.
Al cabo de un buen rato, divisé a lo lejos una mancha con forma de persona que se aproximaba hacia donde estaba yo. Por precaución, bajé de la roca y me escondí tras ella esperando poder confirmar que era Trent y no otra persona. Avanzados cien metros pude comprobar que sí era él, salí de mi escondite y fui a su encuentro.
Al verme pareció sorprendido pero luego me sonrió y me hizo una pequeña reverencia con la cabeza (nos conocemos desde hace años y aún sigo sin comprender por qué me saluda así). Después de saludarnos y de contestarle a su pregunta de por qué estaba allí, le comenté la situación. Al terminar de relatar todo lo sucedido esa mañana le pedí ayuda.
-¿Tienes alguna idea de cómo podría entrar en el País de Papel? -le pregunté.
Trent se quedó callado, mirando a la nada. Segundos después abrió la boca e inmediatamente la volvió a cerrar, luego asintió como si ya hubiese puesto en orden sus ideas y me contestó con una sonrisa de triunfo:
-Creo que sí -me miró a los ojos y siguió-. Puedo meterte dentro del País del Papel -confirmó con más seguridad en sí mismo.
Yo creía que Trent me iba a dar un par de ideas o algún truco para burlar a la guardia, pero no pensé que me solucionaría el problema así, de golpe. Me quedé un rato paralizado ante la idea de que al final se iba a llevar a cabo aquella loca misión. En el fondo de mi corazón deseaba que a nadie se le ocurriese nada porque las ideas que se les ocurrían a mis vecinos eran, de vez en cuando, de lo más absurdas pero, por otro lado, tener la opción de salir del Reino y poder visitar al resto me llenaba de emoción.
Le di las gracias y le dije que al día siguiente, si los draacars aceptaban mi propuesta, nos tendríamos que ver otra vez para ultimar los detalles. Nos dimos un abrazo y me fui corriendo a mi casa. En esos momentos no estaba seguro de lo que sentía: o emoción o miedo.
Al llegar a casa no pude evitar el bombardeo de preguntas por parte de mis hermanas y hermanos pequeños (que tenían entre dieciséis y cinco años) sobre mi “misión super secreta”. Intenté contestar a todas sin entrar mucho en detalles y, cuando vieron que no iba a contar nada más, me dejaron en paz.
A la mañana siguiente les propuse a los draacars esta idea. No me cuestionaron nada sobre la persona que me iba a acompañar (les bastó con saber que no era del País del Papel), ni sobre cuál iba a ser mi plan. Lo único que escucharon de todo lo que comenté fue que ya tenían el problema del transporte resuelto. Ni pegas ni nada. Me dijeron que partiese cuanto antes mejor, que mandase una geldez cuando encontrara la reliquia y que muy buena suerte. Ahí se acabó la reunión.
Una geldez es un  tipo de cartas que utilizamos los de la Fragua para comunicarnos entre nosotros sin necesidad de un mensajero. El proceso era simple: escribías una carta normal, la doblabas todo lo que podías, la quemabas y mientras ardía tenías que decir en niarik: “Esta carta va dirigida a…” y decías la persona a la que iba dirigida la carta. El único inconveniente es que esta persona necesitaba una especie de caja redonda de madera en la cual aparecían las cartas llamada “entrada”. Pero lo bueno era que cuando la carta era de máxima urgencia esta aparecía en la palma del receptor y solo cuando la mano estaba cerrada para que nadie más tuviera que enterarse.
Aunque para los draacars ya no había ningún problema, aún quedaba uno y muy gordo: el color de mis ojos. Todo el mundo sabía que, si un extranjero de ojos verdes iba a tu Reino, seguramente sería un draacar. Eso había que arreglarlo y Trent, una vez más, lo solucionó proviniéndome de un ungüento que, según él, si me lo ponía alrededor de los ojos me aclararía el color, tanto que ya no parecerían verdes sino azules.

Con ese asunto zanjado, el día siguiente tendríamos que partir. Pobre de mí.

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