martes, 12 de abril de 2016

Capítulo 15: Hablar está sobrevalorado (Trent)

   No hizo falta llamar a la puerta de esa gran sala del Palacio de las Letras para que abrieran, ya me conocían. Encontré a Gabrielle al lado de uno de los oscuros y formales escritorios que ocupaban toda la sala, al parecer discutía con Adelaida sobre unos papeles que tenía en la mano. Mientras esperaba a que terminasen de hablar, aproveché para preguntar por la llave de la sala de los informes. No iba a dejarme asustar por una nota amenazadora en mi propia habitación con un cuchillo muy profesionalmente afilado. No, iba a descubrir qué pasaba.  Me dirigí a uno de los mostradores de la entrada, en el que un chico de sonrisa brillante abandonó todo lo que hacía en un segundo y me preguntó con entusiasmo:
      -¿En qué puedo ayudaros, su majestad de las Cumbres de las Cristal?
    Se lo conté mientras dejaba caer en la mesa algunos trocitos de la “llave”. Él abrió los ojos tanto que me empezó a recordar a una adorable ardillita.
     -Lo siento muchísimo, no sé qué puede haber pasado, mi señor. Yo… -soltó una risa nerviosa, como si tuviese miedo de que le fuese a fulminar con rayos en los ojos - no me encargo de eso, mi señor, pero podría llamar a mi superiora, la señora Adelaida, anda por aquí cerca. No os preocupéis -se empezó a levantar de su silla.
       Entonces, mi inconsciente reaccionó antes que yo.
    -¡No! No pasa nada, no importa, puedo esperar. No la moleste, tendrá cosas más importantes que hacer, con el ataque y todo…eso… -muy bien, “rey”, se te ve tranquilo-. Gracias, señor… -miré la plaquita de su mesa- Fra-Facnre -yo tenía un don para los nombres.
     Sólo mientras volvía a hablar con la Gobernadora, me di cuenta de lo que había hecho. ¿Por qué había rechazado la ayuda de la consejera sin siquiera pensarlo? Lo cierto, es que prefería encargarme de esto yo solo. Y Adelaida, por alguna razón, no me daba buena espina. Sería su pelo, siempre lo llevaba tan… pegado a la cabeza. No me fiaba de ella. Pero ni sabía por qué ni me me había dado cuenta hasta entonces. Tan distraído iba que no me di cuenta de que había llegado a mi destino hasta que me choqué con él. 
    -¿Cómo es, Trent, que siempre acabáis consiguiendo invadir mi espacio personal? - me dijo Gabrielle, un poco molesta.
   -Yo, mmm… Lo siento, soy un poco distraído -recupera esa compostura, enciende el modo “rey”.
     -Ni que lo digáis. Bueno, ¿qué pasa por vuestra mente? ¿Qué ocurre?
    -Es sobre el ataque y la Fragua -ella suspiró- sé que la situación es un poco tensa en este momento...
    -¿Tensa? Nos mandaron dragones, ¡quemaron nuestra ciudad! Esto es algo más que una situación “tensa”, esto es la guerra.
    -Pero no lo sabemos realmente, no hay muchas posibilidades, claro, de hecho, es el único territorio que posee dragones… Pero, hay algo que no me cuadra, creo que la solución es hablarlo.
    -Lo hablaremos, pero con armas, con las vuestras. ¡No pueden salir indemnes de esto!
    -No conviene una guerra ahora, ni nunca. Vayamos a hablar con ellos, convoquemos una reunión con la Mesa de Fuego. Si nos reciben, es que quieren hablar.
    -O matarnos.
   -Bueno, pero seamos positivos. Se lo...ruego -debí poner una cara convincente o le di pena.
    -Lo consideraré. 
    -Gracias. Es lo mejor para nuestros reinos - empezó a refunfuñar. - Tu país y mi reino.
    -Ya, ya veremos… Por cierto, Felicia te anda buscando, algo de una sorpresa y de bailar juntos -me dijo con las cejas muy arqueadas y riéndose- tan sutil.
     De vuelta en la biblioteca, le planté cara a la puerta de la salita con varias horquillas y todo lo que había podido encontrar por mi habitación con pinta de abrir puertas, mi “kit ninja”. Ya había hecho esto antes, pero por si acaso fallaba. Para mi satisfacción y enfado, la puerta no tardó en abrirse más que Cali en dormirse. ¿Con qué clase de seguridad guardaban nuestros archivos? O confiaban mucho en sus ciudadanos o no se preocupaban por esto. Cualquier individuo con ganas de saber y un par de horquillas podría entrar. Entonces iba a entrar, pero luego hablaría con ellos. ¡Sin falta! 
     La sala no era muy grande, pero el espacio que tenía estaba bien aprovechado. Cada milímetro estaba ocupado por esos archivos y cajones grises de oficina. El aire embotaba los sentidos con ese olor a cerrado y a polvo que lo cubría todo con capa gorda. La búsqueda iba a ser rápida, estaba organizado cronológicamente. No dudé con la fecha, ese final de otoño de hace 5 años cuando lo perdí todo. Me acordaba bien de ese día. Me acordaba, sobre todo, de los detalles más ridículos. Estaban empezando a caer las primeras nieves y el frío enrojecía ya las narices de todos los cristalinos. Siempre me había gustado la nieve. Me gustaba verla desde el pico más alto de las Cumbres. Una página en blanco lo cubría todo, lo limpiaba, lo embellecía. Pero ese día fue diferente. Hacía frío, tanto frío que mi madre decidió sacar el chocolate de donde lo escondía de mí y calentarlo un poco para Zaf, que hacía días que no dormía y casi ni hablaba, para mí, incluso para nuestros trabajadores, para Rukar, mi ayudante, que ya por entonces andaba con sus llamativos cabellos platinos por casa: era hijo de uno de los mejores consejeros de la familia. Chocolate para todos. Para olvidar la muerte de mi padre la semana interior. Para cubrirlo todo cual nieve. Recuerdo haber cogido la taza roja y haberla desportillado con el canto de la mesa de la salita. Recuerdo que tuve que meter las plantitas de mi balcón en mi habitación porque se estaban volando. Recuerdo las sombras que hacía, el entonces cachorro, Calime al pasearse delante de la chimenea buscando el sitio más calentito. Y recuerdo cuando mi hermano se fue diciendo que le habían convocado a una reunión de última hora, y lo vi por última vez. Tantas cosas se quedaron sin decir.
Encontré su carpeta enseguida. Con una etiquetita con su nombre casi ilegible. Todos sus datos ocupaban sólo la primera hoja. Quién era, su historial, dónde lo habían encontrado, en qué momento, quiénes se habían encargado de sacarlo, llevarlo… Toda la vida de mi hermano resumida en unas hojas llenas de polvo escondidas en una salita de otro país. Encontré el informe:
        “El cuerpo sin vida ha sido hallado a las 3.04 horas en pésimas condiciones como se señaló anteriormente, nada fuera de lo común dadas las circunstancias del fallecimiento. Como cuadro lesional tenemos un fuerte impacto en la zona occipital del cráneo, dislocaciones y fracturas en la tibia derecha, el húmero, el fémur y el hombro derechos, lo cual indica que el cuerpo cayó sobre el costado derecho. Se trata del caso de un hombre cristalino, de veinticuatro años de edad al momento del deceso, quien aparentemente falleció el día 16 del mes de la hoja producto del impacto del cuerpo contra una roca o el suelo”.
       Iba a vomitar. Casi no podía respirar. Tenía que seguir leyendo. Por mi hermano.
       “Encontramos rasguños y desgarros por toda la piel y restos de tierra y vegetación que se corresponden con el lugar en el que fue encontrado el cadáver.
     Con respecto a la indumentaria, el joven de sexo masculino vestía unos pantalones azules, que se encuentran desgarrados posiblemente a causa de la caída, una camiseta negra y una chaqueta negra, todo en la misma magullada situación. No se han encontrado objetos destacables en los bolsillos, solo dos pañuelos de papel usados, un bolígrafo azul y una hoja de cuaderno con el dibujo de un topo. 
      Descartamos la primera hipótesis de suicidio pues el cuerpo muestra marcas de suela de zapato en el dorso de las dos manos, así como rastros de tierra en las uñas. Todo apunta a que la víctima pudo haberse agarrado al borde del precipicio por donde cayó. Los signos de violencia señalan una la posible resistencia hacia una segunda persona”.
      Al lado de estas frases se encontraba un papel amarillo fosforito pegado. “Urgente. Informen a la inspectora de este hecho. Posible homicidio”.
       No podía ser, nadie nos había dicho nada. Nos habían confirmado, de hecho, que había sido un suicidio, que se había tirado. Esto lo cambiaba todo y, al mismo tiempo, no cambiaba nada. ¿Qué pasó, Zaf, qué pasó?  La sala era demasiado pequeña, necesitaba respirar.  Cali empezó a maullar intranquilo. Tenía que salir. Aire. Salí corriendo de la biblioteca sin cerrar siquiera la puerta. Me quedé apoyado en la puerta, apático. Si no me movía, nada pasaba. Las preguntas no paraban de girar en mi cabeza: ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Quién? Porque estaba claro que alguien lo había empujado. ¿Habría aguantado colgado mucho mientras le pisoteaban las manos? ¿En qué pensó mientras caía? ¿Le dio tiempo a acordarse de mí, de nuestra familia antes de todo lo que había pasado? ¿Gritó? ¿Escucharía alguien sus gritos? ¿Le dolió? Nunca lo había pensado. Para. Respira. Cerré los ojos.
       -¡Trent! Justo a usted le buscaba. Mire, le cuento, ¿está dormido?
    -No, qué más quisiera. Sólo… pensaba. Eh, -¿Felicia? Sí, estaba tan cansado de repente... -Felicia, puedes tutearme, ¿vale? No me apetece saber de formalidades y reyes en este momento.
    Ella lució sorprendida. Mucho. ¿Tan antisocial solía mostrarme? Se le cayó la boca abierta y los ojos casi se le salían. Se había puesto roja.
      -Claro… Trent -y sonrió. Enseguida volvió al combate-. Mira, te cuento, es que le voy a hacer una fiesta sorpresa a Gabrielle por su 18 cumpleaños en unos días. Bueno, que ya no es muy sorpresa, pero no pasa nada, ella casi ni lo sabe. Va a ser muy divertido, ya verás. Estás invitado. Tienes que ponerte traje, algo formal, a ver, si no quieres no, no hace falta. ¡Ponte lo que te apetezca! A mí me gusta el azul. Solo lo digo. Creo que te quedaría bien -respiró-. En realidad, quería pedirte algo. Supongo que no tienes pareja para ir, porque te acabo de invitar. Yo tampoco, así que había pensado que podríamos ir… ¿juntos?
     Espera, ¿qué? Mi mente ya dispersa y dormida de antes se perdió a la mitad. 
      -Sí, claro, por qué no -Cali me escaló entero hasta llegar a mi hombro y yo lo miré.
      -El minino también puede venir, si quiere, pero también tendrá que ir de etiqueta. ¡Pues perfecto! ¡Te paso a recoger! Ya hablamos -se me lanzó en un abrazo muy energético y se fue gritando: “¡poneos guapos!”
     Me había dejado sin la energía que me quedaba. Ya no podía pensar. Casi iba a darle las gracias. No podía más. Llegué a mi habitación arrastrándome y me caí en la cama, tirando la nota y el cuchillo al suelo. Otra vez tendría que cambiar las sábanas acuchilladas, qué manía. Ya me daba igual. 
     Para la curiosidad, la nota rezaba: "Ya no puedes salir. Estás dentro".



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