domingo, 5 de junio de 2016

Capítulo 23: Como estrellas en el cielo (Evan)

Era todo muy raro. Cuando me fui del País de Papel creí que me iba para siempre, que no iba a volver nunca pero ahí estaba, en frente otra vez del armario de madera marrón mirando la ropa que había vuelto a poner en el sitio de hace cuatro días. Otra vez allí. Suspiré. Parecía que nunca me iba a marchar de allí, como si ya me tuviera que quedar para siempre. Ese pensamiento me hizo sentarme en la cama. El País de Papel me agotaba con tan solo estar allí y ahora teníamos la fiesta de bienvenida a los draacars. “Respira, tranquilízate, sonríe”. Me puse la ropa para la fiesta (una camiseta verde oscuro con unos vaqueros claros) y salí de mi habitación.
Recorrí los pasillos como si nunca me hubiese ido y me dirigí a la sala de baile, que no estaba muy lejos de la biblioteca. Por el pasillo de la sala me encontré caras conocidas: esa es la chica que se sentaba al lado de mí en Aritmética, ese grupito de allí fue el que tuvo la bronca con el profesor de Artes, ese chaval jovencito fue el que entró con doce años al Palacio de las Letras, etc.
Recordaba aquella sala cuando fue la fiesta sorpresa de Gabrielle. Todo lleno de globos, colores por doquier, regalos amontonados en una esquina y una mesa con comida en el otro… Pero cuando entré la sala me pareció otra completamente: ya no habían globos, ni tartas, ni regalos (aunque comida sí que había) y ahora había guirnaldas colgando del techo y telas de seda de colores pálidos en las paredes para que le diese a la habitación un toque más… ¿bonito? No sé, eso me parecía gastar tela para nada. Pero bueno, dejé pasar ese hecho. Toda la decoración, en general, era muy colorida pero en la sala habían encendido unas luces negras con las que los colores fluorescentes y claros brillaban. Además, había muchos objetos, ropa y adornos por el estilo. Supongo que por esa razón casi todo el mundo asistente llevaba alguna prenda de color claro o blanco. Cuando entré todo estaba sumido en una especie de oscuridad rara con destellos blancos por aquí y por allá. Todo ello me recordó a una noche sin luna en la que podías ver todas las estrellas del cielo.
Mis pantalones resplandecían y sentía como si tuviera bombillas en vez de piernas. El ambiente me generó una sensación extraña de alegría. Supongo que no me vendría mal una fiesta y pasármelo bien. Todo estaba medio oscuro, por tanto sería fácil que no me reconocieran por los ojos. Suspiré aliviado. Nunca me habría imaginado que tener los ojos de color verde pudiese causar tantos problemas.
Me sumergí en las profundidades de la fiesta. Entre todos los cuerpos que no se paraban de mover al ritmo de la música moderadamente alta navegué en busca de alguien conocido. Al no encontrar a nadie me rendí y empecé a bailar por mi cuenta. Momentos después ya estaba metido en un grupito de gente que hacía un corro y cada uno se iba metiendo al centro para hacer su paso de baile más estrafalario. Bajo aquella luz negra no había vergüenza, no había reinos ni países, ni ojos verdes ni gente patosa. Allí todos éramos iguales, todos queríamos lo mismo: pasarlo bien y olvidar lo nos deparaba el futuro. Esa noche era para pasarlo bien.
Notaba que la tensión se iba cayendo con cada bote que daba, la ira desaparecía en el aire con cada nota que gritaba y una sensación de euforia me llenaba los pulmones cada vez que respiraba.
En un momento dado, mientras saltaba como un loco empedernido, me choqué con alguien. Me giré rápidamente y grité una disculpa. Miré la cara de aquella persona y me di cuenta de que me era familiar. Después de un pequeño lapsus mental, me di cuenta de que era mi hermana Eris. Llevaba una blusa blanca brillante y un pañuelo en forma de diadema en el pelo. Una sonrisa resplandeciente apareció en mi cara y, después de reconocerme, también en la suya. Nos gritamos un “¡Hey!”, nos abrazamos y nos pusimos a bailar los dos juntos. Primero más que bailar lo que hacíamos era saltar juntos pero la música nos dio una tregua para descansar y se ralentizó el ritmo, aunque no demasiado. Le cogí una mano y la hice girar, luego le cogí la otra y nos pusimos a hacer florituras con los brazos y otros pasos como pasarnos nuestro brazo izquierdo por cabeza, alejarnos un poco y acabar cogidos solo de una mano. Los dos sonreíamos como unos locos. Locos felices. Al final de varias canciones acabamos abrazados. Eris tenía sus brazos alrededor de mi cuello y yo en su cintura. “Dieciséis años” pensé “y aún así parece mayor que yo”. Entonces le agarré las mejillas y le dije:
-¡Cómo te quiero hermanita pequeña!
Y le di un beso-ventosa, como nosotros solíamos llamar a esos besos que suenan como una ventosa, en la mejilla.
Eris soltó un sonidito de queja y me respondió con una sonrisa:
-¡Serás pelota!
-¿Qué pasa? ¿Acaso no puedo querer a mi hermanita? -le contesté estrujándole los mofletes.
Ella se intentó deshacer de mis manos pero lo único que consiguió fue hacerme reír ya que la cara que puso me recordó a la de un hámster. Desde siempre he estado molestando a mi hermana con sus mofletes porque tiene tantos y su cara es tan mona que lo único que te apetece es estrujarlos. Ella, como venganza, intentaba hacerme rabiar como fuera: tocándome la nariz, la boca, las mejillas, las orejas... Probó todas las opciones que tenía mi cara antes de decidirse por mi pelo. Yo la molestaba tocándole los mofletes y ella a mí tocándome el pelo. Así que, como era tradición, Eris me empezó a despeinar el pelo. Creo que eso era lo que menos me importaba por lo que, mientras le pudiese tocar los mofletes, que me tocase el pelo tanto como quisiera.
Después de un rato esforzándose en quitarse mis manos de su cara, finalmente Eris se rindió y me premió sacando morritos mientras yo aún le seguía apretando la cara. Solté una carcajada, le di dos besos-ventosa en la frente y la volví a abrazar. Mientras estaba con Eris noté que alguien me miraba, busqué el origen entre ese mar oscuro salpicado con manchas blancas brillantes y al final lo encontré. Si la sala de baile era el cielo y la gente bailando eran estrellas, Gabrielle sería la luna. Llevaba el mismo traje blanco de siempre pero, bajo la luz negra, brillaba como si fuese una luz de neón. Y gracias a esa luz que emitía su vestido no fue muy difícil encontrarla ni tampoco verle la expresión. Me miraba con los ojos entrecerrados y los labios tan apretados que formaban una línea recta. Mi sonrisa pasó a una expresión de desconcierto cuando ella se dio media vuelta y se marchó. ¿Qué pasaba? ¿Había vuelto a hacer alguna cosa mal? Recapitulé brevemente todo lo que había hecho durante la noche y no distinguí nada que pudiera preocuparle.
Eris debió notar algo porque se separó de mí y me preguntó qué pasaba. Yo aún seguía con la mirada fija en Gabrielle mientras veía cómo salía por la puerta. Mi hermana, que siguió la dirección de mi mirada, también la vio salir y me dirigió una mirada de consuelo. Me puso una mano en la mejilla y me recomendó que no me preocupase. Asentí en modo de respuesta. La música aún sonaba fuerte así que Eris me tuvo que decir todo esto gritándomelo al oído. Intenté seguir su consejo pero era como si me hubiesen pinchado y toda mi energía se estuviera yendo al igual que lo haría el aire de un globo. Como veía que no me conseguía animar otra vez, mi hermana me recomendó que fuese a descansar, ya era bastante tarde y ella tampoco tardaría mucho en irse. Me enseñó su reloj de pulsera y vi que eran las cuatro y media de la madrugada. Sí que era tarde. Seguí el nuevo consejo, le dije adiós con otro beso-ventosa en la frente y me fui.
Salí de la sala de baile y un silencio mortal me pegó en la cara. Lo único que se podía oír era el sonido amortiguado de la música de la sala, lo demás estaba sumido en un silencio sepulcral. Me dirigí a mi habitación de forma automática, dejando atrás aquella fiesta la cual me hubiera gustado que durase durante el resto de mi vida.
Justo estaba a punto de girar hacia el pasillo donde estaba mi habitación cuando oí un sollozo. Me paré al instante y agudicé mi oído. Me había pegado a una esquina, en el sitio donde sabía que si giraba me encontraría a la persona que estaba llorando. De repente, empecé a oír un murmullo amortiguado por unas manos que estarían tapando una cara mojada en lágrimas. Poco a poco el murmullo se fue haciendo comprensible.
-¿Por qué? ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué me tengo que poner así?
Sus palabras estaban llenas de lágrimas, pena y rabia pero aún así pude distinguir que era una chica la que estaba al otro lado de la esquina.  La voz era familiar, tan familiar que me puse a estrujar mi cerebro medio dormido en busca de la identidad de la poseedora de aquella voz. Noté unos golpes en la pared y rogué que esa persona no se estuviese dando golpes en la cabeza.
-Estúpida, estúpida, estúpida. ¿Cómo puedes dejar que te pase esto? Y encima por ÉL
La última palabra la pronunció con tanta rabia que creía que de un momento a otro iba a escupir
-Maldito Evan.
Mi corazón se paró y todos mis músculos se pusieron en tensión. Ya sabía quién era: Gabrielle. Miré a los lados. ¿Qué iba a hacer ahora? No podía irme a mi habitación porque eso significaría pasar delante de ella y era muy malo tranquilizando a las personas. No como a Eris, ella siempre sabía qué decir.
Tenía dos opciones: quedarme allí o salir y hablar con ella.
Respiré hondo todas las veces que pude antes de marearme y comencé a andar. Giré a mi izquierda y me la encontré. Estaba sentada en el suelo, abrazándose las piernas y con la cara pegada a las rodillas.
-¿Gabrielle? -pregunté. Pensé que lo mejor era que no supiera que había estado oyendo todo. Al oír su nombre vi cómo se tensaba-. ¿Qué haces aquí?
Se secó disimuladamente las lágrimas de la cara haciendo como si estuviera cansada y solamente se pasaba las manos por la cara. Se levantó y sin mirarme a los ojos respondió:
-Nada, que estoy cansada pero ya me iba a mi habitación
Empezó a andar en la dirección opuesta a la que yo iba.
-Gabrielle, espera -dije. La paré y le cogí el antebrazo-. ¿Qué te pasa?
-Ya te lo he dicho: estoy cansada. Ser Gobernadora no es algo relajante ¿sabes?
Me miró fugazmente pero en ese momento pude comprobar que tenía los ojos enrojecidos. Se deshizo de mi mano y siguió caminando.
-¿Te gustaría quedar algún día?
Las palabras salieron de mi boca sin que yo me diera cuenta y al instante me arrepentí de haberlo dicho. Gabrielle se paró en seco, estábamos los dos igual de sorprendidos. Hubo un largo silencio el cual me pareció que iba a durar toda mi vida hasta que ella giró un poco la cabeza como si se estuviera mirando el hombro y me respondió:
-Vale, mañana a la sexta campanada en los jardines.

Y siguió andando.

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