La
fiesta había sido una buena idea, los ánimos se habían relajado
bastante. Yo había acabado escondiéndome cerca de la comida, sin
gana ninguna de socializar. Desde donde estaba podía ver a los
cristalinos mezclados con los habitantes del País del Papel,
bailando, hablando y riendo. Sólo por eso, no me arrepentía con mi
decisión. No veía a Evan ni a nadie de su familia, tampoco a la
Gobernadora ni a Felicia, ¿dónde estaba todo el mundo? Quizás era
hora de marcharme, todo iría bien.
Y
entonces, las puertas se abrieron con un fuerte golpe, la gente se
calló y se giró hacia la entrada. La música paró y un silencio
sepulcral invadió la sala. En la puerta, con cara de haber perdido
la cordura, hiperventilando y con los brazos brillando por las luces
negras de la habitación estaba Rukar. Movía los ojos hacia todas
partes, buscando algo. Sus manos llenas de vendas y sangre estaban
revolviéndose entre su pelo, estaba nervioso. ¿Qué hacía aquí?
¿Y así? Sus ojos me encontraron y no tuve que preguntar nada. De
alguna forma, podía ver en ellos lo que había ocurrido.
-Ha
habido u-un ataque en las Cumbres -notaba el color yéndose de mi
cara, el nudo en mi garganta, naúseas. El silencio se hizo más
opresivo-. Ha-había bombas, explosiones, la tierra temblaba, todo
caía. Pero no cayeron, estaban en la tierra, en el suelo, por todas
partes. Ha m-muerto mucha gente, mucha gente.
Me
dirigí hacia él corriendo y lo conduje por el hombro fuera de la
sala.
-¿Qué
ha pasado? Cuéntamelo todo. Tranquilo.
-Ha
sido hace unas horas, he venido lo más rápido que he podido. Las
redes no funcionaban ahí arriba, no había forma de comunicarnos, no
sabía qué hacer, yo…. La Luna estaba de mi lado, yo estaba lejos
de los lugares atacados. Pero casi nadie ha tenido esa suerte. No
eran muchos los que quedaban y estaban todos juntos. Aún no sé
cuántos han perecido, su Majestad, pero me temo que serán unos
cinco o seis millares.
Me
dejé caer al suelo, contra la pared exterior de la sala de la que
salían los gritos y las voces nerviosas preguntándose cuestiones
sin respuesta. La gente empezaba a salir en tropel, pero sin saber a
dónde ir. Me eché las manos a la cabeza, buscando una pregunta que
pudiese responder.
-¿Cómo
he podido dejar que pasase esto? ¿Cómo lo he permitido? ¿Por qué
no estaba ahí cuando hacía falta?
-Y
¿qué habría hecho? ¿Ponerse en medio para morir el primero? Es
una suerte que estuviese aquí, a salvo, igual que todo los
cristalinos que abandonaron sus hogares.
-Pero
¿cómo les diré que los abandonaron para siempre? Hay gente que
tenía familiares allí, ¡había familias enteras allí! Tengo que
ir a verlo, tengo que ir ya. ¿Dónde está tu coche? ¿Dónde está?
Vamos, Rukar, tenemos que llegar cuanto antes. Hay que sacar a los
supervivientes y traerlos aquí ya.
-Su
Majestad, no creo que sea lo mejor en este momento, podría pasar al…
-¿Algo
más de lo que ha pasado? ¿Algo peor? Más razón para correr.
-Pero…
-¡He
dicho que vamos! ¡Soy yo el rey, soy yo quien decide y nos vamos ya,
antes de que muera más gente! ¡Ya, he dicho!
Hiperventilaba,
me dolían los pulmones, no podía respirar. Pero eso no importaba
mientras mi gente moría a horas de distancia. Nos pusimos en marcha
hacia una calle cercana, alejándonos de la multitud cada vez más
grande y alborotada de gente. Los cristalinos buscaban a alguien que
les dijese dónde estaban sus familias y amigos.
-Está
al fondo de esa calle, a la derecha. Meral conduce, es su coche, se
ha quedado ahí dentro. Está un poco afectado, su hermana se ha
quedado... sin piernas, está viva, pero muy grave. Todos los
supervivientes están en el Hospital Amatista, el de la frontera,
está casi entero y había unas pocas enfermeras de guardia. Todos
los médicos supervivientes estaban llegando para ayudar en el
hospital, pero no creo que sean muchos.
Entonces,
vislumbré a Felicia entre la gente, con cara de preocupación y
corrí hacia ella, sin pensarlo.
-¡Felicia!
¡Felicia!
-¡Hola,
Trent! Oye, ¿sabes qué ha ocurrido? Nadie me contesta nada
coherente. Oye, ¿estás bien? Estás un poco pálido. Relájate.
Siempre que te veo, estás angustiado por algo.
-Ha
habido un ataque en las Cumbres. Ha muerto mucha gente. Tengo que
irme. Avisa a tu Gobernadora, no dejes que nadie vaya a las Cumbres,
es peligroso, todos los supervivientes serán traídos aquí cuanto
antes. Tranquilízalos, por favor, Felicia, por favor, haz lo que
haga falta. Me voy ya.
-¿Te
vas?
-No
sé cuándo volveré. Me voy -me empecé a alejar-. Gracias, Felicia,
gracias.
-Sin
problema. ¡Trent!
-¿Sí?
-Cuídate.
-Vosotros
también.
Y
me fui corriendo, rumbo a las ruinas que algún día llamé hogar.
Nadie
habló en todo el trayecto. Sólo queríamos llegar lo antes posible,
como si pudiésemos hacer algo por llegar unos minutos antes. Los
tres en silencio, como si el ruido de nuestras voces fuese a
ralentizarnos. Meral sollozaba de vez en cuando. Rukar miraba sus
manos fijamente. Yo me pasaba la mano por el pelo, una vez y otra y
otra, hasta que se me empezó a caer. Y cuando ya pensaba que la
oscuridad nos había tragado, llegamos a las Cumbres de Cristal. De
ceniza y escombros, mejor dicho.
Mil
quinientas personas acampaban en la única salida de las Cumbres que
quedaba en la capital principal. Tres mil quinientas estaban siendo
atendidas en el hospital. Seis mil habían fallecido, algunas en las
explosiones, otras en los hospitales. Seis mil cristalinos, con
familia, con hijos, con pensamientos, sueños, memorias que ya nadie
recordaría. Todos enterrados para siempre entre los muros que les
dieron calor, que los acogieron. Muertos porque no hice nada.
Asesinados por ese enemigo invisible que aún desconocíamos. ¿Qué
podía hacer? No sabía nada. ¿Qué clase de rey era que no podía
salvar a mi pueblo?
La
gente empezó a salir de sus tiendas de campaña recién montadas, de
sus casas de tela improvisadas, o se levantaban del suelo donde
esperaban deseperanzadas, en cuanto se corrió la voz de que había
vuelto. Algunos se acercaban y me preguntaban si estaba bien, o me
contaban sus historias y la suerte que tenían de estar vivos, otros
me miraban con lágrimas en los ojos de pena, de rabia, con ganas de
vengarse del responsable de esta carnicería. Estaban masacrados,
llenos de polvo y cenizas, lágrimas, sangre. Daban gracias a la Luna
con la voz rota y a los Guardianes del Cristal que se encontraban por
la zona, trayendo aún gente. Ellos habían sido los héroes, decían
todos. Eran los grupos de bomberos y policías. Habían conseguido
apagar la mayoría los focos que se habían iniciado, habían sacado
y salvado a la mayoría de los supervivientes, habían organizado a
toda la gente de todas las villas hasta traerlas aquí. Pero tampoco
todos ellos habían sobrevivido. “Demasiados muertos”, quería
gritar, ¿por qué? ¿Qué necesidad había de todo esto?
Llegué
al hospital solo, pues Meral había salido corriendo a buscar a su
hermana y Rukar se había perdido entre la multitud. Nadie era nadie
ahí dentro. Los enfermeros y médicos corrían de un lado para otro
con las ropas blancas manchadas de sangre. Los pasillos se
encontraban llenos de gente en camillas, las salas rebosaban de gente
y los gritos eran la música del hospital. Me colé en una sala para
preguntar a un médico por la falta de recursos y espacio, justo
mientras una mujer se moría en una camilla improvisada en el suelo.
Mi madre. ¿Mi madre estaba aquí? Su último grito agudo me atravesó
el tímpano hasta llegar al corazón. Rompí a llorar y me acerqué
para verla de cerca. Sus ojos abiertos miraban hacia el techo,
pidiendo explicaciones, vacíos. Su boca deformada se había quedado
semiabierta, en un chillido ahora silencioso. La sangre pintaba su
cara y su piel en contraste nívea. Un metal oxidado le atravesaba el
costado y la desangraba. No tenía solución. No es que importase ya.
Pero no era mi madre, la Luna había jugado conmigo deformando sus
rasgos. Mi madre tenía los ojos más azules, el pelo más oscuro.
Respiré aliviado y al instante me sentí mal, porque esta mujer
también tendría una familia, una vida, y había muerto sola tirada
en una colchoneta rota en el suelo de un hospital. Para mí no tenía
nombre, ni identidad, era otro número en las listas de fallecidos.
Le cerré los ojos, le deseé un buen viaje y salí a trompicones de
la habitación.
Ya
fuera, encontré a tres de los responsables que había dejado a
cargo, pero no vi a Rukar por ninguna parte.
-Ya
hemos pedido ayuda a los habitantes del País del Papel -me dijo uno
de ellos, el más alto, ahora no recordaba el nombre-. Los médicos y
los recursos están en camino. Creo que sería una buena idea
terminar la noche aquí, y mañana por la mañana empezar a evacuar a
los que estén en mejores condiciones y llevarlos al País del Papel.
-Será
lo mejor -respondí-. Que repartan mantas y lo que encontremos de
ropa y de alimentos. Tendrán que ser pacientes. Necesitaremos toda
la ayuda que podamos recibir, no podemos hacer esto solos. Continuad
con las listas de nombres, identificad y agrupad por familias y por
zonas a todos los supervivientes. Id publicando las listas de los
fallecidos confirmados que empiecen a salir.
-Entendido.
El
primero se fue con el de su lado y se pusieron manos a la obra.
Se
quedó el tercero, Take, un buen hombre. Lo conocía desde pequeño,
era como un tío para mí. Había criado él solo a sus dos hijas
pequeñas, me preguntaba dónde estaban. Su escaso pelo cano brillaba
en su cabeza, su cara estaba llena de polvo, pero no tan negra como
las ojeras que adornaban sus ojos. Sus arrugas se veían acrecentadas
por la conmoción del ambiente, su sencilla ropa parecía más
pesada. Sus ojos cansados pero inteligentes y divertidos me
examinaban en busca de algo.
-No
le veo muy bien. ¿Ha dormido lo suficiente, su gran Majestad de las
ya no Cumbres de Cristal?
Me
pareció una pregunta tan disparatada en ese momento, que no pude
evitar echarme a reír. Una risa para descargar estrés, exagerada,
pesada. Después de ella me dolía todo.
-He
olvidado cuándo fue la última vez que dormí “lo suficiente”.
También hay que decirlo, tú tampoco tienes muy buen aspecto,
vejestorio.
-No
sé por qué lo dices, ¿es que ha ocurrido algo? -dijo él con una
sonrisa irónica.
-Nada,
unas pocas explosiones -y entonces dejamos de bromear-. Y más de
seis mil muertos...
Nos
quedamos en silencio, sin saber qué decir.
-Lo
estás haciendo bien, Trent. Esta gente… o al menos la mayoría, no
te echa la culpa de todo esto. Siempre has sido un buen rey, has
escuchado al pueblo, y los cristalinos saben apreciarlo. Eh, mírame.
Vamos a averiguar qué es lo que está pasando, por qué está
pasando y lo solucionaremos.
-Pero
ya hemos llegado tarde para eso. Las más de seis mil personas que
han muerto hoy no volverán porque lo solucionemos.
-No,
tienes razón -otorgó Take-, pero podemos evitar que mueran. Podemos
darle una razón a sus familiares y amigos. Podemos darles a los
fallecidos el descanso que merecen.
-¿Es
demasiado tarde para pasarte el cargo de rey, verdad? Porque a mí ya
me viene grande.
Sonrió
un poco, cálidamente.
-No,
no puedes.
-¿Dónde
están Ópalo y Quirmani? -pregunté- ¿Dónde están las pequeñajas?
-Quir
está con sus amigas por el campamento.
-Me
alegro de que esté bien. ¿Y la adorable Ópalo? Cumplía los cinco
en unas semanas, ¿no?
Se
quedó en silencio y se echó a llorar. No, ella no. Sólo era una
niña. Caí al suelo devastado, aplastado y hundido por todo, y él
cayó conmigo. Lloró en mi hombro, mientras yo observaba. Veía toda
la gente caminando con paso pesado a nuestro alrededor, el horizonte
lleno de edificios derruidos, el hospital rebosando heridos; podía
oler la destrucción, sentir la sangre y las lágrimas derramadas por
los cristalinos en mi piel. Las víctimas de una masacre sin sentido.
No, no las víctimas, los supervivientes. Y entonces, una promesa de
algo, una niña con un abrigo blanco, sin un solo rastro de cenizas,
que pasaba corriendo, con la risa en su boca, contagiando una sonrisa
en todos los que la veían.
No hay comentarios:
Publicar un comentario