miércoles, 8 de junio de 2016

Capítulo 24: Hogar (Trent)

La fiesta había sido una buena idea, los ánimos se habían relajado bastante. Yo había acabado escondiéndome cerca de la comida, sin gana ninguna de socializar. Desde donde estaba podía ver a los cristalinos mezclados con los habitantes del País del Papel, bailando, hablando y riendo. Sólo por eso, no me arrepentía con mi decisión. No veía a Evan ni a nadie de su familia, tampoco a la Gobernadora ni a Felicia, ¿dónde estaba todo el mundo? Quizás era hora de marcharme, todo iría bien.
Y entonces, las puertas se abrieron con un fuerte golpe, la gente se calló y se giró hacia la entrada. La música paró y un silencio sepulcral invadió la sala. En la puerta, con cara de haber perdido la cordura, hiperventilando y con los brazos brillando por las luces negras de la habitación estaba Rukar. Movía los ojos hacia todas partes, buscando algo. Sus manos llenas de vendas y sangre estaban revolviéndose entre su pelo, estaba nervioso. ¿Qué hacía aquí? ¿Y así? Sus ojos me encontraron y no tuve que preguntar nada. De alguna forma, podía ver en ellos lo que había ocurrido.
-Ha habido u-un ataque en las Cumbres -notaba el color yéndose de mi cara, el nudo en mi garganta, naúseas. El silencio se hizo más opresivo-. Ha-había bombas, explosiones, la tierra temblaba, todo caía. Pero no cayeron, estaban en la tierra, en el suelo, por todas partes. Ha m-muerto mucha gente, mucha gente.
Me dirigí hacia él corriendo y lo conduje por el hombro fuera de la sala.
-¿Qué ha pasado? Cuéntamelo todo. Tranquilo.
-Ha sido hace unas horas, he venido lo más rápido que he podido. Las redes no funcionaban ahí arriba, no había forma de comunicarnos, no sabía qué hacer, yo…. La Luna estaba de mi lado, yo estaba lejos de los lugares atacados. Pero casi nadie ha tenido esa suerte. No eran muchos los que quedaban y estaban todos juntos. Aún no sé cuántos han perecido, su Majestad, pero me temo que serán unos cinco o seis millares.
Me dejé caer al suelo, contra la pared exterior de la sala de la que salían los gritos y las voces nerviosas preguntándose cuestiones sin respuesta. La gente empezaba a salir en tropel, pero sin saber a dónde ir. Me eché las manos a la cabeza, buscando una pregunta que pudiese responder.
-¿Cómo he podido dejar que pasase esto? ¿Cómo lo he permitido? ¿Por qué no estaba ahí cuando hacía falta?
-Y ¿qué habría hecho? ¿Ponerse en medio para morir el primero? Es una suerte que estuviese aquí, a salvo, igual que todo los cristalinos que abandonaron sus hogares.
-Pero ¿cómo les diré que los abandonaron para siempre? Hay gente que tenía familiares allí, ¡había familias enteras allí! Tengo que ir a verlo, tengo que ir ya. ¿Dónde está tu coche? ¿Dónde está? Vamos, Rukar, tenemos que llegar cuanto antes. Hay que sacar a los supervivientes y traerlos aquí ya.
-Su Majestad, no creo que sea lo mejor en este momento, podría pasar al…
-¿Algo más de lo que ha pasado? ¿Algo peor? Más razón para correr.
-Pero…
-¡He dicho que vamos! ¡Soy yo el rey, soy yo quien decide y nos vamos ya, antes de que muera más gente! ¡Ya, he dicho!
Hiperventilaba, me dolían los pulmones, no podía respirar. Pero eso no importaba mientras mi gente moría a horas de distancia. Nos pusimos en marcha hacia una calle cercana, alejándonos de la multitud cada vez más grande y alborotada de gente. Los cristalinos buscaban a alguien que les dijese dónde estaban sus familias y amigos.
-Está al fondo de esa calle, a la derecha. Meral conduce, es su coche, se ha quedado ahí dentro. Está un poco afectado, su hermana se ha quedado... sin piernas, está viva, pero muy grave. Todos los supervivientes están en el Hospital Amatista, el de la frontera, está casi entero y había unas pocas enfermeras de guardia. Todos los médicos supervivientes estaban llegando para ayudar en el hospital, pero no creo que sean muchos.
Entonces, vislumbré a Felicia entre la gente, con cara de preocupación y corrí hacia ella, sin pensarlo.
-¡Felicia! ¡Felicia!
-¡Hola, Trent! Oye, ¿sabes qué ha ocurrido? Nadie me contesta nada coherente. Oye, ¿estás bien? Estás un poco pálido. Relájate. Siempre que te veo, estás angustiado por algo.
-Ha habido un ataque en las Cumbres. Ha muerto mucha gente. Tengo que irme. Avisa a tu Gobernadora, no dejes que nadie vaya a las Cumbres, es peligroso, todos los supervivientes serán traídos aquí cuanto antes. Tranquilízalos, por favor, Felicia, por favor, haz lo que haga falta. Me voy ya.
-¿Te vas?
-No sé cuándo volveré. Me voy -me empecé a alejar-. Gracias, Felicia, gracias.
-Sin problema. ¡Trent!
-¿Sí?
-Cuídate.
-Vosotros también.
Y me fui corriendo, rumbo a las ruinas que algún día llamé hogar.
Nadie habló en todo el trayecto. Sólo queríamos llegar lo antes posible, como si pudiésemos hacer algo por llegar unos minutos antes. Los tres en silencio, como si el ruido de nuestras voces fuese a ralentizarnos. Meral sollozaba de vez en cuando. Rukar miraba sus manos fijamente. Yo me pasaba la mano por el pelo, una vez y otra y otra, hasta que se me empezó a caer. Y cuando ya pensaba que la oscuridad nos había tragado, llegamos a las Cumbres de Cristal. De ceniza y escombros, mejor dicho.
Mil quinientas personas acampaban en la única salida de las Cumbres que quedaba en la capital principal. Tres mil quinientas estaban siendo atendidas en el hospital. Seis mil habían fallecido, algunas en las explosiones, otras en los hospitales. Seis mil cristalinos, con familia, con hijos, con pensamientos, sueños, memorias que ya nadie recordaría. Todos enterrados para siempre entre los muros que les dieron calor, que los acogieron. Muertos porque no hice nada. Asesinados por ese enemigo invisible que aún desconocíamos. ¿Qué podía hacer? No sabía nada. ¿Qué clase de rey era que no podía salvar a mi pueblo?
La gente empezó a salir de sus tiendas de campaña recién montadas, de sus casas de tela improvisadas, o se levantaban del suelo donde esperaban deseperanzadas, en cuanto se corrió la voz de que había vuelto. Algunos se acercaban y me preguntaban si estaba bien, o me contaban sus historias y la suerte que tenían de estar vivos, otros me miraban con lágrimas en los ojos de pena, de rabia, con ganas de vengarse del responsable de esta carnicería. Estaban masacrados, llenos de polvo y cenizas, lágrimas, sangre. Daban gracias a la Luna con la voz rota y a los Guardianes del Cristal que se encontraban por la zona, trayendo aún gente. Ellos habían sido los héroes, decían todos. Eran los grupos de bomberos y policías. Habían conseguido apagar la mayoría los focos que se habían iniciado, habían sacado y salvado a la mayoría de los supervivientes, habían organizado a toda la gente de todas las villas hasta traerlas aquí. Pero tampoco todos ellos habían sobrevivido. “Demasiados muertos”, quería gritar, ¿por qué? ¿Qué necesidad había de todo esto?
Llegué al hospital solo, pues Meral había salido corriendo a buscar a su hermana y Rukar se había perdido entre la multitud. Nadie era nadie ahí dentro. Los enfermeros y médicos corrían de un lado para otro con las ropas blancas manchadas de sangre. Los pasillos se encontraban llenos de gente en camillas, las salas rebosaban de gente y los gritos eran la música del hospital. Me colé en una sala para preguntar a un médico por la falta de recursos y espacio, justo mientras una mujer se moría en una camilla improvisada en el suelo. Mi madre. ¿Mi madre estaba aquí? Su último grito agudo me atravesó el tímpano hasta llegar al corazón. Rompí a llorar y me acerqué para verla de cerca. Sus ojos abiertos miraban hacia el techo, pidiendo explicaciones, vacíos. Su boca deformada se había quedado semiabierta, en un chillido ahora silencioso. La sangre pintaba su cara y su piel en contraste nívea. Un metal oxidado le atravesaba el costado y la desangraba. No tenía solución. No es que importase ya. Pero no era mi madre, la Luna había jugado conmigo deformando sus rasgos. Mi madre tenía los ojos más azules, el pelo más oscuro. Respiré aliviado y al instante me sentí mal, porque esta mujer también tendría una familia, una vida, y había muerto sola tirada en una colchoneta rota en el suelo de un hospital. Para mí no tenía nombre, ni identidad, era otro número en las listas de fallecidos. Le cerré los ojos, le deseé un buen viaje y salí a trompicones de la habitación.
Ya fuera, encontré a tres de los responsables que había dejado a cargo, pero no vi a Rukar por ninguna parte.
-Ya hemos pedido ayuda a los habitantes del País del Papel -me dijo uno de ellos, el más alto, ahora no recordaba el nombre-. Los médicos y los recursos están en camino. Creo que sería una buena idea terminar la noche aquí, y mañana por la mañana empezar a evacuar a los que estén en mejores condiciones y llevarlos al País del Papel.
-Será lo mejor -respondí-. Que repartan mantas y lo que encontremos de ropa y de alimentos. Tendrán que ser pacientes. Necesitaremos toda la ayuda que podamos recibir, no podemos hacer esto solos. Continuad con las listas de nombres, identificad y agrupad por familias y por zonas a todos los supervivientes. Id publicando las listas de los fallecidos confirmados que empiecen a salir.
-Entendido.
El primero se fue con el de su lado y se pusieron manos a la obra.
Se quedó el tercero, Take, un buen hombre. Lo conocía desde pequeño, era como un tío para mí. Había criado él solo a sus dos hijas pequeñas, me preguntaba dónde estaban. Su escaso pelo cano brillaba en su cabeza, su cara estaba llena de polvo, pero no tan negra como las ojeras que adornaban sus ojos. Sus arrugas se veían acrecentadas por la conmoción del ambiente, su sencilla ropa parecía más pesada. Sus ojos cansados pero inteligentes y divertidos me examinaban en busca de algo.
-No le veo muy bien. ¿Ha dormido lo suficiente, su gran Majestad de las ya no Cumbres de Cristal?
Me pareció una pregunta tan disparatada en ese momento, que no pude evitar echarme a reír. Una risa para descargar estrés, exagerada, pesada. Después de ella me dolía todo.
-He olvidado cuándo fue la última vez que dormí “lo suficiente”. También hay que decirlo, tú tampoco tienes muy buen aspecto, vejestorio.
-No sé por qué lo dices, ¿es que ha ocurrido algo? -dijo él con una sonrisa irónica.
-Nada, unas pocas explosiones -y entonces dejamos de bromear-. Y más de seis mil muertos...
Nos quedamos en silencio, sin saber qué decir.
-Lo estás haciendo bien, Trent. Esta gente… o al menos la mayoría, no te echa la culpa de todo esto. Siempre has sido un buen rey, has escuchado al pueblo, y los cristalinos saben apreciarlo. Eh, mírame. Vamos a averiguar qué es lo que está pasando, por qué está pasando y lo solucionaremos.
-Pero ya hemos llegado tarde para eso. Las más de seis mil personas que han muerto hoy no volverán porque lo solucionemos.
-No, tienes razón -otorgó Take-, pero podemos evitar que mueran. Podemos darle una razón a sus familiares y amigos. Podemos darles a los fallecidos el descanso que merecen.
-¿Es demasiado tarde para pasarte el cargo de rey, verdad? Porque a mí ya me viene grande.
Sonrió un poco, cálidamente.
-No, no puedes.
-¿Dónde están Ópalo y Quirmani? -pregunté- ¿Dónde están las pequeñajas?
-Quir está con sus amigas por el campamento.
-Me alegro de que esté bien. ¿Y la adorable Ópalo? Cumplía los cinco en unas semanas, ¿no?

Se quedó en silencio y se echó a llorar. No, ella no. Sólo era una niña. Caí al suelo devastado, aplastado y hundido por todo, y él cayó conmigo. Lloró en mi hombro, mientras yo observaba. Veía toda la gente caminando con paso pesado a nuestro alrededor, el horizonte lleno de edificios derruidos, el hospital rebosando heridos; podía oler la destrucción, sentir la sangre y las lágrimas derramadas por los cristalinos en mi piel. Las víctimas de una masacre sin sentido. No, no las víctimas, los supervivientes. Y entonces, una promesa de algo, una niña con un abrigo blanco, sin un solo rastro de cenizas, que pasaba corriendo, con la risa en su boca, contagiando una sonrisa en todos los que la veían.

No hay comentarios:

Publicar un comentario