domingo, 11 de septiembre de 2016

Capítulo 32: El principio del fin (Evan)

Los asistentes a la reunión se fueron levantando y abandonando la sala uno a uno, todos en silencio, aguantando el peso que suponía haber decidido entrar en guerra. Más muertes, más sangre, más destrucción.
Fui el último que quedó en la sala, no porque quisiera sino porque no podía moverme. Sentía como si el mundo se estuviese burlando de todos nosotros. Necesitaba una rato para digerir toda esa nueva información pero, por mucho que intentara, se me atascaba en la garganta.
Tenía muchos sentimientos encontrados tras la reunión… Aún me sentía un poco avergonzado después de que mi madre me llamase “su niño” y… Espera… ¿¡Dijo que Gabrielle era mi novia?! Abrí los ojos como platos y noté mi cara cada vez más caliente, me la tapé con las manos aunque en ese momento era el único que estaba en la sala. Cuando quería, mi madre podía meter mucho la pata y ese fue un claro ejemplo. Me llevé las manos al pelo y me empecé a peinar y despeinar para tranquilizarme y convencerme de que no pasaba nada.
Por fin tuve el valor de levantarme y salir, dejando la sala desierta. De camino a mi habitación vi a estudiantes paseando, todos con algo en las manos: libros, libretas, folios con apuntes, mochilas… Algunos con alguna que otra tímida sonrisa pero muchos serios, con la mirada perdida y silenciosos. Pensé en los fraguanos y en lo que cada unos de ellos estaría haciendo en ese momento: deberes, jugar, leer, hablar con amigos, pasear… Y me pareció curioso cómo la decisión de unas pocas personas podría afectar en la vida de los demás. Muchos de los ciudadanos de la Fragua morirían en la guerra que se anunciaría al día siguiente y pasarían de ser personas a ser números. Me abrumó esa idea pero lo que más me aterrorizó de todo fue que yo podría estar entre ellos. Como “teórico” draacar uno de mis deberes era proteger a mi pueblo, ¿qué clase de líder sería si no luchara por aquellos que sí lucharían por mí? Aunque aún albergaba una pequeña esperanza de que me dijeran que aún no estaba preparado para ejercer mis deberes como draacar… Pero era muy poco probable que eso pasara.
Llegué a la puerta de mi habitación y pensé en mis hermanos. Cuando acabó el discurso de los subterráneos ninguno dijo nada. Los más pequeños no dieron mucha importancia a lo que acababan de decir por la tele y siguieron comiendo como si no hubiera mañana, los medianos se miraban entre ellos y a nosotros en busca de explicaciones y Eris y yo nos intercambiamos miradas. Ninguno sabía qué hacer hasta que Eris volvió a felicitar a Jasin por su excelente trabajo en la cocina y todo volvió a una relativa normalidad. Cuando terminamos de comer mandamos a todos a sus habitaciones a descansar un poco y mientras Eris y yo salimos a dar un paseo para hablar sin que nos escucharan. Compartimos dudas y temores y los dos estuvimos de acuerdo en que nuestra familia tenía que estar junta ahora más que nunca. Por eso le di la espalda a la puerta de mi habitación y me dirigí a la casa provisional de mi hermanos.
Cuando me abrieron la puerta me recibieron con la misma alegría de siempre y gracias al baño de besos y abrazos me pude olvidar, por unos instantes, de lo que se avecinaba. Eris también me dio abrazos y besos pero en sus ojos pude que ver que luego quería saber qué había pasado. Yo le respondí borrando mi sonrisa y desviando la mirada. Ella lo entendió y también bajó la vista.
Cené con ellos entre risas y juegos hasta que fue lo suficientemente tarde como para que mis hermanos se durmieran en el suelo mismo. Después de llevarlos a la cama y sentarnos en las sillas del salón, empezó el interrogatorio de Eris.
-Bueno… ¿Qué tal ha ido la reunión?
La miré con una honesta cara de cansancio, desvié la mirada y suspiré. Dudé en cómo se lo podía contar pero estaba demasiado agotado mentalmente como para pensar en una forma de decirlo de manera suave.
-Estamos en guerra -dije casi susurrando. Eris abrió los ojos, sorprendida y apoyó los codos en sus rodillas. Su mirada quedó fija en el suelo, como la mía-. Lo anunciarán mañana a las cinco de la tarde.
Eris se quedó callada unos segundos con las manos entrelazadas.
-Te das cuenta de lo que eso significa ¿verdad?
-Sí, demasiadas muertes.
-Estoy de acuerdo pero creo que no me has entendido -sí que la había entendido pero no quería enfrentarme a la realidad. Aunque estuviera delante de mis narices y me estuviera dando bofetadas-. ¿Sabes lo que significa para ti?
Respiré hondo. Ojalá todo esto fuera un sueño.
-Sí -la miré a los ojos advirtiéndole de que no quería hablar del tema. Ya sabía lo que iba a pasar a partir de ese momento, no quería que me lo estuviesen repitiendo-. Estoy muy cansado, me voy a la cama. Buenas noches.
-Buenas noches -me respondió antes de darme un beso en la mejilla.
Entré en la única habitación que no estaba invadida por las cosas de ninguno de mis hermanos y me derrumbé en la cama.

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Esperaba fuera de “mi” casa a Trent. El día anterior, por la noche, había dado un paseo por los jardines porque no tenía sueño y me lo encontré. Dijimos de ir juntos a la habitación de Gabrielle para animarla un poco cuando fuera de día. Mi espalda estaba pegada a la fría piedra y mi mente se evadía del mundo yendo atrás en el tiempo, recordando los días en los que Eris, Jasin y yo hacíamos trastadas (esos días en los que solo éramos tres hermanos). Lo que más nos gustaba hacer era coger los cojines que había en los sofás del salón, nos montábamos encima de ellos y nos tirábamos escaleras abajo. En más de una ocasión nos caímos y nos hicimos varios moratones y alguna que otra herida. Lo impresionante era que nunca nos abrimos la cabeza ni nos rompimos ningún hueso.
Noté una mano apoyada en mi hombro y automáticamente levanté la vista. Era Trent que me miraba con una sonrisa. En todos esos días había sido muy difícil o casi imposible sacarle por lo menos un amago de sonrisa y con razón. Por eso, al verle con esa radiante sonrisa, me quedé un poco confundido.
-¿Y esa sonrisa? -me preguntó Trent.
-¿Sonrisa?
-Sí, esa sonrisilla que tenías mientras mirabas al suelo.
-¡Ah! -de repente me empezó a picar mucho la nuca-. Estaba recordando las travesuras que hacíamos mis hermanos y yo de pequeños. ¿Y tu sonrisa? -le contraataqué.
-Por la tuya. Hacía tiempo que no te veía sonreír -me contestó mientras subía los hombros.
-Lo mismo digo.
Nos quedamos sonriéndonos mutuamente como si eso pudiera borrar todo lo malo.Pero de la nada una imagen apareció en mi cabeza: un chico sentado en la biblioteca con el pelo rubio platino; y algo hizo clack.
-Trent -hice una pausa pensando seriamente si lo que iba a decir no serían cosas de mi imaginación. Ignoré ese pensamiento-, la persona que va siempre contigo… El del pelo rubio que parece plata.
-¿Rukar? -respondió frunciendo el ceño e intentando descifrar mis intenciones.
-Sí, ese mismo -me volví a parar, esta vez no sabía muy bien por qué-, creo recordar que lo vi en la biblioteca.
Mi amigo entrecerró los ojos y clavó su mirada en el suelo. Al instante supe que había sido mala idea mencionárselo; bastantes preocupaciones tenía ya.
-Bueno, no le des muchas vueltas, puede que hayan sido imaginaciones mías -dije, poniéndole una mano en el brazo, con la esperanza de que dejara de pensar y darle vueltas a todo lo que estaba pasando.
-Sí… -contestó Trent relajando la cara pero aún con la mirada en el suelo-. Vamos a ver a Gabrielle -añadió mirándome a los ojos y yo le respondí con una cálida sonrisa.
Empezamos a caminar con dirección a la habitación y un mal presentimiento se instauró en mi pecho. No sabía decir de dónde había salido pero me decía que algo malo estaba a punto de pasar y se lo atribuí a la guerra que se estaba a punto de librar. Aún así tuve que preguntar.
-¿Cómo crees que estará Gabrielle?
Trent me miró con una media sonrisa y la diversión pintada en los ojos. Pero… Había algo más que no sabía identificar. Lo pasé por alto.
-Como todos: nerviosa y asustada.
Le respondí con una sonrisa. Me puso una mano en el hombro para intentar tranquilizarme y me lo apretó suavemente.
-Tranquilo, todo va a salir bien.
Sabía que era mentira pero sentaba bien que alguien lo dijera de vez en cuando. Lo miré dándole las gracias con la mirada.
De repente, la cara de Trent se puso seria y sus ojos se abrieron sobremanera. Su cuerpo se congeló y se quedó en el sitio, sin hacer movimiento alguno.
Sabía que algo muy malo pasaba, por un momento dudé si seguir la mirada de Trent o desviarla y no ver lo que pasaba. Pero era demasiado tarde, mis ojos ya estaban mirando hacia delante.
Rojo. Rojo por todas partes. Solo veía eso y, aunque quisiera mirar otra cosa, no podía.
Unos puntos rojos y perfectamente redondos se esparcían y se juntaban cada vez más hasta hacer una mancha más grande que subía poco a poco hasta meterse en un corazón. Deseaba con todas mis fuerzas que aquella mancha siguiese ese camino, de vuelta al corazón, pero no hacía caso a mis súplicas y recorría el sentido contrario, dejando todo vacío.
Una daga había abierto el camino para tanto color rojo. Una daga insultántemente colorida y llena de piedras preciosas. Me hubiera gustado decir que las piedras eran igual de preciosas que la chica al que pertenecía aquel corazón vacío, pero sabía que los que habían hecho eso lo hacían para insultarnos.
Boca entreabierta, ojos abiertos y mejillas mojadas. Identifiqué enseguida la cara de aquella chica. No podía ser. No se lo merecía. Aquella cara que siempre veía con una sonrisa estaba tintada de puro terror. Aquella chica, que siempre veía dando saltos por el Palacio, animando a cualquier persona fueran cuales fueran las circunstancias, estaba ahora sentada en el suelo con una daga en el corazón y su vestido tintado con aquella horrenda mancha roja.
-Felicia…
Nos habíamos quedado tan impresionados que no habíamos oído la puerta de la habitación de Gabrielle abrirse. Trent y yo miramos hacia allí y vimos a Gabrielle con las manos en la boca y los ojos llorosos mirando a su amiga mientras negaba con la cabeza. Intentaba guardar la compostura, pero el llanto la ganó y se derrumbó en el suelo hundiéndose en un mar de lágrimas.
Fui a su lado y la rodeé con un brazo. Ella se giró hacia mí buscando refugio mientras yo la abrazaba con fuerza.

Entonces vi cómo Trent se acercaba al cuerpo de Felicia y cogía de su mano derecha ensangrentada un papel perfectamente blanco y sin ninguna mancha. Desplegó el papel con cuidado y lo leyó para él. Me miró y giró el papel para que yo lo viera: “Que empiece la guerra”.

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