Los
asistentes a la reunión se fueron levantando y abandonando la sala uno a uno,
todos en silencio, aguantando el peso que suponía haber decidido entrar en
guerra. Más muertes, más sangre, más destrucción.
Fui el último
que quedó en la sala, no porque quisiera sino porque no podía moverme. Sentía
como si el mundo se estuviese burlando de todos nosotros. Necesitaba una rato
para digerir toda esa nueva información pero, por mucho que intentara, se me
atascaba en la garganta.
Tenía muchos
sentimientos encontrados tras la reunión… Aún me sentía un poco avergonzado
después de que mi madre me llamase “su niño” y… Espera… ¿¡Dijo que Gabrielle
era mi novia?! Abrí los ojos como platos y noté mi cara cada vez más caliente,
me la tapé con las manos aunque en ese momento era el único que estaba en la
sala. Cuando quería, mi madre podía meter mucho la pata y ese fue un claro
ejemplo. Me llevé las manos al pelo y me empecé a peinar y despeinar para
tranquilizarme y convencerme de que no pasaba nada.
Por fin tuve
el valor de levantarme y salir, dejando la sala desierta. De camino a mi
habitación vi a estudiantes paseando, todos con algo en las manos: libros,
libretas, folios con apuntes, mochilas… Algunos con alguna que otra tímida
sonrisa pero muchos serios, con la mirada perdida y silenciosos. Pensé en los
fraguanos y en lo que cada unos de ellos estaría haciendo en ese momento:
deberes, jugar, leer, hablar con amigos, pasear… Y me pareció curioso cómo la
decisión de unas pocas personas podría afectar en la vida de los demás. Muchos
de los ciudadanos de la Fragua morirían en la guerra que se anunciaría al día
siguiente y pasarían de ser personas a ser números. Me abrumó esa idea pero lo
que más me aterrorizó de todo fue que yo podría estar entre ellos. Como
“teórico” draacar uno de mis deberes era proteger a mi pueblo, ¿qué clase de
líder sería si no luchara por aquellos que sí lucharían por mí? Aunque aún
albergaba una pequeña esperanza de que me dijeran que aún no estaba preparado
para ejercer mis deberes como draacar… Pero era muy poco probable que eso
pasara.
Llegué a la
puerta de mi habitación y pensé en mis hermanos. Cuando acabó el discurso de
los subterráneos ninguno dijo nada. Los más pequeños no dieron mucha importancia
a lo que acababan de decir por la tele y siguieron comiendo como si no hubiera
mañana, los medianos se miraban entre ellos y a nosotros en busca de
explicaciones y Eris y yo nos intercambiamos miradas. Ninguno sabía qué hacer
hasta que Eris volvió a felicitar a Jasin por su excelente trabajo en la cocina
y todo volvió a una relativa normalidad. Cuando terminamos de comer mandamos a
todos a sus habitaciones a descansar un poco y mientras Eris y yo salimos a dar
un paseo para hablar sin que nos escucharan. Compartimos dudas y temores y los
dos estuvimos de acuerdo en que nuestra familia tenía que estar junta ahora más
que nunca. Por eso le di la espalda a la puerta de mi habitación y me dirigí a
la casa provisional de mi hermanos.
Cuando me
abrieron la puerta me recibieron con la misma alegría de siempre y gracias al
baño de besos y abrazos me pude olvidar, por unos instantes, de lo que se
avecinaba. Eris también me dio abrazos y besos pero en sus ojos pude que ver
que luego quería saber qué había pasado. Yo le respondí borrando mi sonrisa y
desviando la mirada. Ella lo entendió y también bajó la vista.
Cené con
ellos entre risas y juegos hasta que fue lo suficientemente tarde como para que
mis hermanos se durmieran en el suelo mismo. Después de llevarlos a la cama y
sentarnos en las sillas del salón, empezó el interrogatorio de Eris.
-Bueno… ¿Qué
tal ha ido la reunión?
La miré con
una honesta cara de cansancio, desvié la mirada y suspiré. Dudé en cómo se lo
podía contar pero estaba demasiado agotado mentalmente como para pensar en una
forma de decirlo de manera suave.
-Estamos en
guerra -dije casi susurrando. Eris abrió los ojos, sorprendida y apoyó los
codos en sus rodillas. Su mirada quedó fija en el suelo, como la mía-. Lo
anunciarán mañana a las cinco de la tarde.
Eris se quedó
callada unos segundos con las manos entrelazadas.
-Te das
cuenta de lo que eso significa ¿verdad?
-Sí,
demasiadas muertes.
-Estoy de
acuerdo pero creo que no me has entendido -sí que la había entendido pero no
quería enfrentarme a la realidad. Aunque estuviera delante de mis narices y me
estuviera dando bofetadas-. ¿Sabes lo que significa para ti?
Respiré
hondo. Ojalá todo esto fuera un sueño.
-Sí -la miré
a los ojos advirtiéndole de que no quería hablar del tema. Ya sabía lo que iba
a pasar a partir de ese momento, no quería que me lo estuviesen repitiendo-.
Estoy muy cansado, me voy a la cama. Buenas noches.
-Buenas
noches -me respondió antes de darme un beso en la mejilla.
Entré en la
única habitación que no estaba invadida por las cosas de ninguno de mis
hermanos y me derrumbé en la cama.
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Esperaba
fuera de “mi” casa a Trent. El día anterior, por la noche, había dado un paseo
por los jardines porque no tenía sueño y me lo encontré. Dijimos de ir juntos a
la habitación de Gabrielle para animarla un poco cuando fuera de día. Mi
espalda estaba pegada a la fría piedra y mi mente se evadía del mundo yendo
atrás en el tiempo, recordando los días en los que Eris, Jasin y yo hacíamos
trastadas (esos días en los que solo éramos tres hermanos). Lo que más nos
gustaba hacer era coger los cojines que había en los sofás del salón, nos
montábamos encima de ellos y nos tirábamos escaleras abajo. En más de una
ocasión nos caímos y nos hicimos varios moratones y alguna que otra herida. Lo
impresionante era que nunca nos abrimos la cabeza ni nos rompimos ningún hueso.
Noté una mano
apoyada en mi hombro y automáticamente levanté la vista. Era Trent que me
miraba con una sonrisa. En todos esos días había sido muy difícil o casi
imposible sacarle por lo menos un amago de sonrisa y con razón. Por eso, al
verle con esa radiante sonrisa, me quedé un poco confundido.
-¿Y esa sonrisa?
-me preguntó Trent.
-¿Sonrisa?
-Sí, esa
sonrisilla que tenías mientras mirabas al suelo.
-¡Ah! -de
repente me empezó a picar mucho la nuca-. Estaba recordando las travesuras que
hacíamos mis hermanos y yo de pequeños. ¿Y tu sonrisa? -le contraataqué.
-Por la tuya.
Hacía tiempo que no te veía sonreír -me contestó mientras subía los hombros.
-Lo mismo
digo.
Nos quedamos
sonriéndonos mutuamente como si eso pudiera borrar todo lo malo.Pero de la nada
una imagen apareció en mi cabeza: un chico sentado en la biblioteca con el pelo
rubio platino; y algo hizo clack.
-Trent -hice
una pausa pensando seriamente si lo que iba a decir no serían cosas de mi
imaginación. Ignoré ese pensamiento-, la persona que va siempre contigo… El del
pelo rubio que parece plata.
-¿Rukar?
-respondió frunciendo el ceño e intentando descifrar mis intenciones.
-Sí, ese
mismo -me volví a parar, esta vez no sabía muy bien por qué-, creo recordar que
lo vi en la biblioteca.
Mi amigo
entrecerró los ojos y clavó su mirada en el suelo. Al instante supe que había
sido mala idea mencionárselo; bastantes preocupaciones tenía ya.
-Bueno, no le
des muchas vueltas, puede que hayan sido imaginaciones mías -dije, poniéndole
una mano en el brazo, con la esperanza de que dejara de pensar y darle vueltas
a todo lo que estaba pasando.
-Sí…
-contestó Trent relajando la cara pero aún con la mirada en el suelo-. Vamos a
ver a Gabrielle -añadió mirándome a los ojos y yo le respondí con una cálida
sonrisa.
Empezamos a
caminar con dirección a la habitación y un mal presentimiento se instauró en mi
pecho. No sabía decir de dónde había salido pero me decía que algo malo estaba
a punto de pasar y se lo atribuí a la guerra que se estaba a punto de librar.
Aún así tuve que preguntar.
-¿Cómo crees
que estará Gabrielle?
Trent me miró
con una media sonrisa y la diversión pintada en los ojos. Pero… Había algo más
que no sabía identificar. Lo pasé por alto.
-Como todos:
nerviosa y asustada.
Le respondí
con una sonrisa. Me puso una mano en el hombro para intentar tranquilizarme y
me lo apretó suavemente.
-Tranquilo,
todo va a salir bien.
Sabía que era
mentira pero sentaba bien que alguien lo dijera de vez en cuando. Lo miré
dándole las gracias con la mirada.
De repente,
la cara de Trent se puso seria y sus ojos se abrieron sobremanera. Su cuerpo se
congeló y se quedó en el sitio, sin hacer movimiento alguno.
Sabía que
algo muy malo pasaba, por un momento dudé si seguir la mirada de Trent o desviarla
y no ver lo que pasaba. Pero era demasiado tarde, mis ojos ya estaban mirando
hacia delante.
Rojo. Rojo
por todas partes. Solo veía eso y, aunque quisiera mirar otra cosa, no podía.
Unos puntos
rojos y perfectamente redondos se esparcían y se juntaban cada vez más hasta
hacer una mancha más grande que subía poco a poco hasta meterse en un corazón.
Deseaba con todas mis fuerzas que aquella mancha siguiese ese camino, de vuelta
al corazón, pero no hacía caso a mis súplicas y recorría el sentido contrario,
dejando todo vacío.
Una daga
había abierto el camino para tanto color rojo. Una daga insultántemente
colorida y llena de piedras preciosas. Me hubiera gustado decir que las piedras
eran igual de preciosas que la chica al que pertenecía aquel corazón vacío,
pero sabía que los que habían hecho eso lo hacían para insultarnos.
Boca
entreabierta, ojos abiertos y mejillas mojadas. Identifiqué enseguida la cara
de aquella chica. No podía ser. No se lo merecía. Aquella cara que siempre veía
con una sonrisa estaba tintada de puro terror. Aquella chica, que siempre veía
dando saltos por el Palacio, animando a cualquier persona fueran cuales fueran
las circunstancias, estaba ahora sentada en el suelo con una daga en el corazón
y su vestido tintado con aquella horrenda mancha roja.
-Felicia…
Nos habíamos
quedado tan impresionados que no habíamos oído la puerta de la habitación de
Gabrielle abrirse. Trent y yo miramos hacia allí y vimos a Gabrielle con las
manos en la boca y los ojos llorosos mirando a su amiga mientras negaba con la
cabeza. Intentaba guardar la compostura, pero el llanto la ganó y se derrumbó
en el suelo hundiéndose en un mar de lágrimas.
Fui a su lado
y la rodeé con un brazo. Ella se giró hacia mí buscando refugio mientras yo la
abrazaba con fuerza.
Entonces vi
cómo Trent se acercaba al cuerpo de Felicia y cogía de su mano derecha
ensangrentada un papel perfectamente blanco y sin ninguna mancha. Desplegó el
papel con cuidado y lo leyó para él. Me miró y giró el papel para que yo lo
viera: “Que empiece la guerra”.
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