Caminábamos
en silencio, muy lento por los claustrofóbicos pasillos de algún edificio
importante. No recordaba cómo habíamos llegado hasta ahí. Casi se podía decir
que huíamos. Pero no íbamos a ninguna parte. No podíamos. Así que, simplemente,
caminábamos. En silencio. Uno al lado del otro. Me lo llevaba de allí. O quizás
era al revés y era él quien me llevaba a mí. Daba igual. Llevábamos horas así.
Ya era noche cerrada en el País del Papel. Habíamos observado el proceso como
en un sueño. Los médicos que revoloteaban a nuestro alrededor como pajaritos en
una fuente de agua fresca, que arrancaban a Gabrielle del cuerpo sin vida de su
amiga, nuestra amiga. Ella gritaba e insultaba a todos los que osasen tocar a
Felicia, la apretaba contra su pecho llorando, sollozando su nombre como un
mantra que la pudiese calmar. Nos preguntaban lo que sabíamos, lo que habíamos
visto y Evan y yo contestábamos como autómatas. La gente continuaba yendo y
viniendo sin detenerse: cogían, dejaban cosas, nos hacían preguntas, anotaban,
hablaban, hablaban mucho. Nos dejaron allí sentados en el suelo, Gabrielle
miraba con los ojos vacíos por encima del hombro de Evan donde reposaba la
cabeza, él la abrazaba murmurándole estúpidas y vacías promesas de seguridad.
No podía culparlo. Se llevaron el cadáver de la alegre chica que ahora vestía
de rojo, que parecía entonces mucho más joven de lo que era y que jamás tendría
la oportunidad de ser mayor.
Me afectó más
de lo que pensaba que lo haría. Deseaba, como todo humano idiota, tarde, haber
hablado más con ella, haber sido más amable, haber hecho más cosas. Haber
evitado que muriese, por ejemplo. Tarde. Le deseé un buen viaje, mucho amor y
cariño donde fuera que estuviese y la añadí a mi lista de nombres que nunca
debía olvidar.
Alguien se llevó
también a Gabrielle, con su familia, esperaba; uno dejó unas mantas y agua
delante de nosotros y otro vino a limpiar las paredes y el suelo. Lo dejó
reluciente y con un olor muy fuerte a lejía y a lavanda, un buen trabajo. Y nos
quedamos allí solos. Sin saber qué hacer, qué pensar, ni qué decir. Después de…
sólo la Luna sabe cuánto tiempo, nos levantamos en un tácito acuerdo a la vez,
y nos marchamos de allí, aún en silencio, rodeados de otro silencio mucho mayor
que nosotros. Ese adormecedor silencio que pinta las paredes y nubla el
ambiente tras una tragedia.
-¿Qué ha
pasado, Evan? -pregunté cuando empecé a sentir mi garganta, mis pulmones,
cuando mis pensamientos consiguieron callarse-. ¿Cuándo ha ocurrido todo esto?
Ya no sé ni quiénes somos. ¿Qué hacemos?
-No sé -dijo
simplemente sin siquiera mirarme. ¿Miraba acaso algo?
-Pensaba que
eras tú el conversador en esta amistad.
Él me
respondió con una risa que se atascó en su garganta. Sonó como un gato al que
le habían pisado la cola, bastante fuerte.
-Quizás
deberías volver ya a casa, tu familia estará preocupada -le susurré, pidiendo
en silencio que no se marchara.
-Sí, tienes
razón, debería… -miró entonces a su alrededor-. ¿Dónde estamos?
Yo tampoco lo
sabía. Estábamos en un pasillo bajo tierra, no había ventanas y recordaba haber
bajado escaleras varias veces. Era largo y gris, no estaba decorado con todos
los colores y la pompa de los pasillos superiores. Se ramificaba en otros
muchos pasillos largos que a su vez se extendían por otros más allá del alcance
de mis ojos. En algunos había puertas de muchos tamaños y formas diferentes:
grandes de madera, aún más grandes de metal, o pequeñas con una simple tela, de
piedra, pintadas, negras, y otras que sólo eran un marco sin puerta.
-Tendríamos
que haber dejado migas de pan -me dijo en voz muy baja, bastante indiferente a
que nos hubiésemos perdido-, como en esa historia que me contaste de los dos
pequeños hermanos abandonados en los bosques de más allá de la Fragua y la
bruja-dragón de la casa de dulces.
Me giré
sorprendido para mirarle.
-¿Aún te
acuerdas de eso?
-¿Cómo podría
no acordarme de tus historias? Me enseñaste a imaginar y eso, Trent, no se
puede olvidar.
Me quedé
callado, porque no había nada que pudiese decir que expresase el nudo de
sentimientos que tenía en el pecho. Y él se quedó también callado. No me había
dado cuenta de que esas chiquilladas que constituían mi mundo, esas
chiquilladas que le contaba, hacía lo que casi parecían cien vidas, a ese niño
que me seguía por la biblioteca pudieran ser también importantes para alguien.
No le di las gracias, porque era idiota.
-¿Escuchas
eso? -me sacó de mi ensimismamiento.
-¿El qué?
-Calla.
Escucha.
Escuché. Un
rato. Y nada. Evan se empezó a mover hacia uno de los pasillos.
-No puede ser
que no lo escuches. Calla. Escucha -me dijo en un susurro.
-Pero si no
he dicho nada.
-Calla.
Entonces lo
escuché. Dos voces susurraban en uno de los pasillos de nuestra izquierda, cada
vez más cerca. Como uno, nos dirigimos hacia allí sin hacer ruido.
-...como si ya
no le importase nada más. No es que no esté de acuerdo con él, que no lo estoy,
es que tiene que ordenar sus prioridades en esta guerra. Y dejar el mando al
siguiente -la voz de la mujer era grave, imperante y muy enfadada.
-Es decir, tú
-al hombre me costó mucho más escucharlo y su voz, más baja, joven y tranquila,
me era extrañamente familiar, como un pulso en mi cabeza que me intentaba
enseñar el rostro al que pertenecía, pero sin llegar a conseguirlo.
-¡Pues sí,
yo! Necesitamos un buen líder y que, a ser posible, no cometa esos errores de
novato, ahora con la chica. ¡Podría haber sido una rehén perfecta! Pero no, él
siempre tiene que llevarle la contraria a la coherencia. ¿Qué será lo
siguiente? ¿Invitar a los malditos dracaars a cenar? ¿Sacar todo el ejército
afuera para poder limpiar mejor?
Una risa del
hombre fue su respuesta. Y la mía. El botón de mi memoria se encendió con
grandes luces de neón.
-Eso me
gustaría verlo… -dijo él-. Sopórtalo un poco más y, pronto, cuando ganemos esta
guerra, nos lo quitamos de encima.
Llegamos al
borde del túnel por el que cruzaban tranquilas las voces. Eran las antiguas
vías del tren de las Cumbres de Cristal. La base.
-¡Ja! Eso si
sale vivo de ella… -la mujer dejó la insinuación sin ocultar en su tono y el
joven sonrió y se atragantó con otra carcajada-. No rías tan pronto, tú ve
también con cuidado.
La pareja
pasó por delante la puerta, sin vernos escondidos detrás de ella. Se marchaban
dándonos la espalda, sin molestarse en revisar que nadie escuchaba.
-Ya, ya… -sus
voces se empezaban a perder por el túnel y el eco distorsionaba sus palabras-.
Pero tenemos que estar unidos ahora, se te hará más ameno si te recuerdas por
qué luchamos y por…
Sus siluetas
se fundieron con la oscuridad y sus palabras con el pitido continuo en mis
oídos que no me dejaba pensar con claridad ni entender a Evan cuando me dijo:
-Vamos,
tenemos que reportar al Consejo de Guerra de inmediato.
No entendía
por qué su voz era tan urgente, preocupada y con un deje furioso, ni por qué se
fue corriendo. Sólo podía contemplar inmóvil cómo la segunda al mando de los
Subterráneos se adentraba en su base con Rukar a su lado. Mi ayudante, mi
consejero. Mi amigo.
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