miércoles, 27 de enero de 2016

Capítulo 6: Secretos (Trent)

-Solo quedan dos más, mi señor -susurró mi ayudante desde su lugar a mi derecha.
-Eso dijiste hace seis, Rukar -me miró con cara de lástima-. Pff, no me mires tú también así. Sé por qué tengo que hacerlo, lo entiendo. Es mi trabajo, ¿sabes?
-Esta vez son de verdad sólo dos aldeanos más.
Yo reí.
Y así siguieron los días. Primero uno, luego otro, y otro. Por la mañana, atendía y solucionaba asuntos políticos y todo tipo de problemas: entre pueblos, económicos, quejas de vecinos…, me reunía a medio día con quien fuera y después, si no estaba demasiado cansado, intentaba salir a pasear por los alrededores.Y entonces... ¡¿quién me mandó a mí quejarme?!
Una tarde, gracias a la Luna, terminé temprano y me permití a mí mismo acercarme un poco más a la frontera con la Fragua, cerca de Karasta. Caminaba despacio y mi sombra me seguía, por primera vez en mucho tiempo, sin prisas. Estando allí, vi una mancha negra en una roca. Demasiado alta para pertenecer a las Cumbres. La sombra se escondió detrás de la roca. Un poco tarde como para no verla. Me acerqué cautelosamente, observando algún detalle que pudiese delatar la identidad del desconocido. De repente, salió y, sonriendo, abrió los brazos. Evan. Sus grandes ojos verdes eran inconfundibles. Evan. Tanto tiempo sin verlo, se había hecho eterno. Evan… bueno, yo ya sabía que no estaba muy bien visto, pero me daba igual, él era de la Fragua. Y no un poco, no, muy de la Fragua, de las más grandes y ancianas familias. Pero él era el único verdadero amigo que me había permitido tener. Y no quería, ni podía, renunciar a él. Nos aproximamos, le sonreí y le dediqué el gesto más grande de respeto en las Cumbres, una inclinación de cabeza.
-Evan, qué sorpresa. ¿Qué tal? ¿Qué estás haciendo aquí?
-Bien. Te estaba esperando. Tengo un problema, ¿me ayudas? -le sonreí. Pues claro. Como siempre.
Él me contó todo. Sí, era un señor problema. Mi mente empezó a correr. Entrar en el País del Papel... Bastante difícil. La gente del Papel era muy desconfiada con los desconocidos. El tema del color de ojos se podría arreglar fácilmente con un poco de Iris Mendacium. Pero introducirlo a él entero… Si no estaba equivocado, ahora empezaba el nuevo curso en el País de Papel. Estarían haciendo los exámenes y tendrían bastante papeleo, donde podría “caerse accidentalmente” el examen de Evan. Algo mediocre, que no destacase mucho. Navat no quedaba lejos, Rukar podría acompañarle hasta la capital e infiltrarle fácilmente. Rukar ya había demostrado que podía llegar a ser muy elocuente y persuasivo, con una vestimenta adecuada podría fingir haberse encontrado un alumno que no encontraba la entrada. Pero él al día siguiente estaría ocupado, ya me había avisado. Tendría que ir yo, podría pasar fácilmente la guardia de la entrada fingiendo que era mi sirviente. Y ya allí, seguiríamos con el plan anterior. Mejor, más seguro. Estaría chupado para alguien como yo. Sonreí triunfante y con seguridad le dije:
-Creo que sí. Puedo meterte dentro del País del Papel.
Se lo conté con todos los detalles posibles. Repitiéndolo varias veces para comprobar que no había huecos para el error.
-Gracias. Me has salvado la vida. O condenado -rió.
-Pero escucha unos consejos. No destaques. Sé mediocre. No hables con nadie importante. Mejor, si puedes, no hables. Sobre todo, no llames la atención. ¿Te acuerdas de las lecciones de Cidén de cuando éramos pequeños?
-Eh...
-Pues ensayaremos por el camino. Partimos mañana. Que la Luna nos quiera vivos, compañero.
Nos despedimos, nos abrazamos y, ya casi de noche, volviendo a casa, recé para que ese no fuera nuestro último abrazo.
Llegué más temprano de lo que creía para encontrarme a mi ayudante en mi mesa de trabajo con una carta en la mano. Qué sorpresa, creía que había dicho que nunca había aprendido a leer ni a escribir. Era extraño, aunque no le hice más preguntas en ese momento. Tampoco me dio tiempo a preguntarle o a fijarme en nada porque, al segundo en el que sus ojos se cruzaron con los míos, sorprendidos, guardó la hoja en su bolsillo.
-¿Qué tal el paseo, señor? ¿Le preparo un té? -se empezó a encaminar hacia las cocinas.
-No, gracias. Pero hay que preparar algunas cosas, comida, ropa para mañana. Parto al Pais del Papel, volveré por la tarde más o menos. Necesito que selecciones y prepares algo de ropa elegante es para… -mejor no decírselo. Por mucha confianza que le tuviese, había que ir con precaución-. Nada. Salgo un momento, ahora vuelvo.
Había olvidado entregar una carta para uno de los pueblos del sur sobre unos problemas de aguas que estaban teniendo. Me dirigí al buzón cerca del acantilado, él más cercano. Eché la carta, y cuando estaba a punto de marcharme, escuché cerca del borde dos voces que pasaban por ahí, una femenina y una masculina. 
-...él no, él es una pieza clave. Observa al cordero desde cerca. Su juego puede cambiarlo todo -susurró la voz masculina-. Y tu trabajo será dentro de poco, ¿estás preparada?
Ella respondió con voz arrogante. 
-Te recuerdo que me libré yo sola de ese rey Zafur, puedo con esta tontería.
-¡Cállate, no lo digas tan alto, alguien podría escucharte!
-Pues que lo escuchen. Que me escuchen si se atreven.
-No sabes lo que dices… Se te ha subido el ego a la cabeza.
Las voces siguieron discutiendo mientras se alejaban, pero yo ya no escuchaba nada. La estática en mis oídos no paraba de repetirme el nombre de mi hermano, como si no lo llevase tatuado en el corazón. Caí de rodillas. No podía ser. A lo mejor sólo era un rumor. Una broma de un par de borrachos. Pero sonaban bastante lúcidos. Tranquilo. Permanece tranquilo. Vete a casa. Reflexiona. U olvídalo. Mañana será todo un sueño. Hay otras cosas más importantes que el pasado. Decía la voz de mi madre en mi cabeza. ¿Pero y si era cierto? ¿Y si mi hermano no se había suicidado, sino que lo habían asesinado?

miércoles, 20 de enero de 2016

Capítulo 5: Los preparativos (Evan)

Salí de la reunión intentando recobrar el aliento debido a la cantidad de golpes en la espalda que había recibido. Seguía en shock por la “magnífica” noticia (según la calificaba mi padre). Los draacars aún no sabían cómo iban a introducirme dentro del País del Papel así que convocaron una reunión cada mañana hasta que a alguien se le ocurriese una idea de cómo hacerlo.
Ya de entrada, estaba claro que cualquier idea que saliese de la cabeza de algún habitante del Reino de la Fragua no iba a ser discreta, así que tuve que recurrir a la única persona sensata que conocía: Trent.
Una vez hube terminado mi comida, conseguí escaparme de mi casa (y de las preguntas bomba de mis tres hermanas y mis dos hermanos pequeños) diciendo que iba a dar un paseo para despejarme, lo cual no fue del todo mentira.
Mi casa, al ser propiedad de una de las familias importantes, era de las que más cerca estaba del pie de Kara y la única manera de llegar a las Cumbres de Cristal era atravesar toda la capital, algo que no me convenía para nada. Por suerte, y gracias a todos mis años explorando los alrededores, sabía de un sendero que acababa justo enfrente de las Cumbres por el cual evitaba tener que cruzar la ciudad. Lo único malo era que el camino era mucho más largo pero, a decir verdad, ese día me vino de maravilla un largo paseo.
El sendero era, en su mayor parte, arena rojiza con piedras desparramadas por doquier y algún que otro árbol mustio o deshojado a causa del calor propio del Reino.
Llegué a las Cumbres y mi cuerpo se vio invadido por el esperado frío que siempre rondaba alrededor del Reino de Cristal. Cuando una ráfaga de viento me golpeó la cara, me di cuenta de que no sabía cómo contactar con mi amigo así que, de un salto, me senté en una gran roca y esperé.
Según él me contó, tenía que hacer guardias todos los días y siempre pasaba por Karasta cuando el sol empezaba a ocultarse, por lo que mi esperanza de poder hablar con él siguió despierta.
Al cabo de un buen rato, divisé a lo lejos una mancha con forma de persona que se aproximaba hacia donde estaba yo. Por precaución, bajé de la roca y me escondí tras ella esperando poder confirmar que era Trent y no otra persona. Avanzados cien metros pude comprobar que sí era él, salí de mi escondite y fui a su encuentro.
Al verme pareció sorprendido pero luego me sonrió y me hizo una pequeña reverencia con la cabeza (nos conocemos desde hace años y aún sigo sin comprender por qué me saluda así). Después de saludarnos y de contestarle a su pregunta de por qué estaba allí, le comenté la situación. Al terminar de relatar todo lo sucedido esa mañana le pedí ayuda.
-¿Tienes alguna idea de cómo podría entrar en el País de Papel? -le pregunté.
Trent se quedó callado, mirando a la nada. Segundos después abrió la boca e inmediatamente la volvió a cerrar, luego asintió como si ya hubiese puesto en orden sus ideas y me contestó con una sonrisa de triunfo:
-Creo que sí -me miró a los ojos y siguió-. Puedo meterte dentro del País del Papel -confirmó con más seguridad en sí mismo.
Yo creía que Trent me iba a dar un par de ideas o algún truco para burlar a la guardia, pero no pensé que me solucionaría el problema así, de golpe. Me quedé un rato paralizado ante la idea de que al final se iba a llevar a cabo aquella loca misión. En el fondo de mi corazón deseaba que a nadie se le ocurriese nada porque las ideas que se les ocurrían a mis vecinos eran, de vez en cuando, de lo más absurdas pero, por otro lado, tener la opción de salir del Reino y poder visitar al resto me llenaba de emoción.
Le di las gracias y le dije que al día siguiente, si los draacars aceptaban mi propuesta, nos tendríamos que ver otra vez para ultimar los detalles. Nos dimos un abrazo y me fui corriendo a mi casa. En esos momentos no estaba seguro de lo que sentía: o emoción o miedo.
Al llegar a casa no pude evitar el bombardeo de preguntas por parte de mis hermanas y hermanos pequeños (que tenían entre dieciséis y cinco años) sobre mi “misión super secreta”. Intenté contestar a todas sin entrar mucho en detalles y, cuando vieron que no iba a contar nada más, me dejaron en paz.
A la mañana siguiente les propuse a los draacars esta idea. No me cuestionaron nada sobre la persona que me iba a acompañar (les bastó con saber que no era del País del Papel), ni sobre cuál iba a ser mi plan. Lo único que escucharon de todo lo que comenté fue que ya tenían el problema del transporte resuelto. Ni pegas ni nada. Me dijeron que partiese cuanto antes mejor, que mandase una geldez cuando encontrara la reliquia y que muy buena suerte. Ahí se acabó la reunión.
Una geldez es un  tipo de cartas que utilizamos los de la Fragua para comunicarnos entre nosotros sin necesidad de un mensajero. El proceso era simple: escribías una carta normal, la doblabas todo lo que podías, la quemabas y mientras ardía tenías que decir en niarik: “Esta carta va dirigida a…” y decías la persona a la que iba dirigida la carta. El único inconveniente es que esta persona necesitaba una especie de caja redonda de madera en la cual aparecían las cartas llamada “entrada”. Pero lo bueno era que cuando la carta era de máxima urgencia esta aparecía en la palma del receptor y solo cuando la mano estaba cerrada para que nadie más tuviera que enterarse.
Aunque para los draacars ya no había ningún problema, aún quedaba uno y muy gordo: el color de mis ojos. Todo el mundo sabía que, si un extranjero de ojos verdes iba a tu Reino, seguramente sería un draacar. Eso había que arreglarlo y Trent, una vez más, lo solucionó proviniéndome de un ungüento que, según él, si me lo ponía alrededor de los ojos me aclararía el color, tanto que ya no parecerían verdes sino azules.

Con ese asunto zanjado, el día siguiente tendríamos que partir. Pobre de mí.

miércoles, 13 de enero de 2016

Capítulo 4: El Palacio de las Letras (Gabrielle)

Miré de reojo a Felicia, mi dama de compañía, que me sonreía animosamente. Para ella esto era sencillo, me acercaba allí y decía unas palabras para empezar el nuevo año en el Palacio de las Letras. Para mÍ era dar un discurso delante de todo un país. Lo había hecho muchas veces a lo largo de los años, con 17 era la representante de todo el país del Papel. Me eligieron hace dos, al haber alcanzado la nota más alta en el examen de admisión al Palacio de las Letras en los últimos 100 años, desde el Acuerdo Puro. Aquel que decía que ninguno de nosotros podía tener contacto con la Fragua, reino de bárbaros ignorantes
Subí a la tarima deseando no tropezarme, cosa que acabé haciendo en el último escalón. Intenté no volver a mirar a Felicia pues sabía que a pesar de que ella era igual que yo, se reiría de mí por caerme.
-País del Papel, un nuevo año empieza en el Palacio de las letras. Es un orgullo decir que los mejores y más brillantes alumnos han entrando en el Palacio. El Guardián de Llaves, Resnt, ha decidido que este año la edad mínima para hacer el examen de admisión fuera 14 años, por lo tanto tendremos más alumnos este curso. Por favor seguir con vuestros quehaceres.
Miré a la multitud de hombres y mujeres que me miraba desde los Jardines. En el País del Papel había tan solo una ciudad, Navat, una ciudad cuya mayor ambición era entrar en el Palacio. Y toda aquella ciudad de eruditos juzgaba en ese momento mis palabras, casi podía ver cómo sus mentes trataban de decidir si mi discurso era demasiado largo o corto, seco o demasiado adornado.
La presión llenó por completo todos mis pensamientos, pero esbocé mi mejor sonrisa e intenté que no se notara mi sufrimiento.
Bajé la tarima con mucha pausa deseando no volver a tropezar. No tuve tanta suerte.
-Lo has hecho muy bien Gabrielle, ya te dije que ese tono de blanco es tu color -dijo Felicia cuando llegue hasta donde se encontraba.
-Ja ja ja, muy graciosa, ya sabes que vestir de blanco es una obligación. Representa mi rango -dije poniendo los ojos en blanco. Felicia era mi mejor amiga, pero podía ser molesta como ella sola.
-Sí, lo sé, resulta que no eres la única que aprobó el examen de admisión con una notaza -dijo ella agarrándome del brazo y tirando de mí-. Tenemos Álgebra y luego Cidén, el antiguo idioma de los habitantes del Papel, con el profesor Darién. Ese hombre es tan completa y absolutamente aburrido que hasta él se duerme en su clase -dijo Felicia moviendo con desaprobación la  cabeza y haciendo que sus rizos dorados se movieran con ella.
-Qué graciosa. Solo trato de ser una buena dama de compañia como siempre.-dijo sacándome la lengua
Fuimos a los jardines, una extensión de verde con alguna mancha azulada causa de los lagos. Llegamos hasta la Entrada una puerta de cristal en la  que, si te fijabas bien, se leían nombres. Era tradición en el reino del Papel escribir, el nombre de tu hijo o de tu hija, cuando este nacía, en la Entrada. Al haber pasado ya casi tres siglos desde el comienzo de esa tradición, la puerta no era más que un manchurrón de tinta de colores, que le daba un aire de lo más alegre comparado con las paredes lisas y blancas del resto del Palacio.
-Gabrielle, ¿te acuerdas de que te dije Álgebra con Darién? Bien, pues acaban de cambiarnos a Historia con la señora Adelaila -dijo ella mirando el folio donde estaban apuntadas nuestras clases.
Se podría decir que el Palacio de las Letras era un instituto cualquiera, con grandes diferencias. No se podía entrar sin ir vestido de etiqueta, ni sin haber aprobado el difícil examen de admisión, lo cual hacía que solo hubiera unos 50 estudiantes en todo el Palacio.
-¿Este año nos toca con Adelaila? Me alegro, es una profesora fantástica -contesté yo.
Felicia y yo nos dirigimos presurosas al aula de Historia, un nuevo curso empezaba en el Palacio de las Letras. Y comenzó como siempre, para acabar como nunca.

miércoles, 6 de enero de 2016

Capítulo 3: Las Cumbres de Cristal (Trent)

Deslumbrando desde el pico más alto de las frías Cumbres de Cristal, se encontraba la antecámara del Consejo del Rey. De altas paredes blancas y grandes ventanas, a juego con el resto de edificios que constituían las tranquilas Cumbres, el Consejo fue el primer y último edificio construido por el Rey Zafor antes de su última gran idea: tirarse al vacío por lo que, supongo, fue su arrepentimiento, una fría noche hace cinco años. Esa era una larga historia. Una larga y triste historia de la que aún no sabía qué pensar. Zaf era mi hermano, si bien nunca tuvo tiempo de comportarse como tal. Destinado a ser el monarca desde su nacimiento, sabía Cidén, Niarik -la antigua lengua que unía a todos los territorios antes de la guerra- y, nuestra hermosa lengua, el Diam. Era el mejor guerrero: pacifista, inteligente y astuto, te podía hablar de política, como de ciencias, historia y literatura, y con un sentido de la patria y de la justicia que lo llevó directamente a la muerte. Él fue el salvador de mi padre. O el asesino, dirían otros. Yo me inclinaba más por lo primero. Digamos, simplemente, que se volvió loco. Se le fue la pinza. Se le fue la olla. Se le perdió un tornillo. Da igual. Él dejó de ser él. Para cuando quisimos aceptarlo, ya había condenado y asesinado a varios inocentes, había mandado a nuestra madre al exilio y estaba al borde de romper el Acuerdo Puro. Zaf, en un arrebato de valentía, empujó a padre por el precipicio. El mismo en el que la semana siguiente se encontró su cuerpo sin vida. Mi madre volvió cuando se enteró, pero se negó a aceptar el cargo de monarca. Por esa razón, me vi forzado yo, Trent, a mis 17 años, a olvidar lo ocurrido y llevar adelante a un reino que no sabía ni mi nombre. Y por esa razón, me encontraba, cinco años más tarde, liderando la mesa del Consejo del Rey.
-En dos semanas, se llevará a cabo la elección del Consejo -dijo Matae, una de las mujeres-. Hay que notificar al pueblo y proponer a los nuevos diez candidatos.
Los miembros del Consejo se cambiaban cada tres solsticios de invierno. Se elegían entre todos los ciudadanos de las Cumbres y siempre eran cinco hombres y cinco mujeres. Las votaciones eran algo muy serio en las Cumbres de Cristal. Todo se votaba, todo se hablaba, todo se criticaba antes de hacerlo. ¡Bienvenidos a las Cumbres de Cristal, el reino más democrático (y con mayor población de gatos) de nuestro planeta! Esto siempre nos hizo bastante lentos en la batalla. Gracias a la Luna que nosotros éramos los diplomáticos, porque si no, hubiésemos caído los primeros.
-Todo está controlado en ese aspecto -respondió Rubí, mi madre, con su dulce voz desde el fondo de la mesa. 
-¡Y en una semana será luna llena! -ladró uno de los hombres más jóvenes del consejo-. ¿Sabéis lo que eso significa? ¡El País del Papel nos traerá sus regalos! ¿Qué nuevas armas y tecnologías serán esta vez? ¿Dónde las pondremos? ¿Quedarán bien en el Archivo? ¿O mejor en el salón? -él siguió hablando consigo mismo, pero ya nadie lo escuchaba.
-Yo mismo iré a recibirlos. Nunca está de más una buena charla para reforzar nuestra relación con el País del Papel -y así me alejaba un poco del salón de trono y su locura.
La reunión terminó como siempre, sin incidentes, sin novedades. Cada martes lo mismo. Y cada martes una excusa diferente para escaparme de las charlas profundas de mi madre y sus miradas de melancolía tras la reunión. Yo la adoraba, era lo último que me quedaba, pero tenía demasiada presión y trabajo, como para poder pensar en mis traumas de infancia. Necesitaba pensar, solo. Así que pasé por mi casa, saludé a mi ayudante, Rukar, que allí esperaba para seguir informándome, recogí a mi pequeño gato negro, una de mis novelas de trepidantes aventuras y grandes héroes que siempre salvan el día y salí a pasear.
Las Cumbres de Cristal no eran muy grandes en cuestión de población. La gente aquí no destacaba si no por ser pacíficos, democráticos y sensatos. Las personas se ayudaban mutuamente y se respetaban; rara vez había bronca. Y si la había, tampoco es que hubiese un sitio para escapar. El reino se constituía de una capital a la que simplemente llamábamos Las Cumbres, y muchos pueblos pequeñitos, pero muy muy bien comunicados. Aquí las noticias volaban en segundos del este al oeste. En realidad, Las Cumbres de Cristal eran un territorio grande, pero la mayoría estaba ocupado por imponentes y brillantes rocas, minas (que era la mayor fuente de trabajo) y enormes y anchas subidas y bajadas llenas de nada. Bueno, de vez en cuando, te podías encontrar unas flores que solo se podían admirar aquí, las Crystallum Nequiquam, o Cristales Vanidosos; aunque la gente de aquí las llama Nomemires. Eran unas flores pequeñas, pero fuertes y relucientes. Existían de todos los colores, colores inimaginablemente hermosos. Pero  no se podían arrancar y quien lo intentaba, corría el riesgo de cortarse e infectarse, y que, como mínimo, se le cayera la mano. Digamos que no tenían muy mala fama. 
Me senté en una roca enfrente de una Nomemires vestida a juego con la puesta de sol. Con Calime calentándome el regazo, leí hasta que no me quedó más realidad a la que volver.